Restaurantes comentados - ¿Dónde cenamos hoy? – Contentos y descontentos gastronómicos

Iba a escribir sobre restaurantes económicos para tiempos de crisis pero llevo un tiempo sin frecuentar restaurantes económicos. Es una pena porque la cocina económica o incluso callejera puede ser excelente –estoy pensando en los dumplings, por ejemplo, o en las mejores versiones de los perritos calientes.

Con el verano, la pregunta vuelve a ser la misma cada tarde: ¿dónde cenamos hoy? En Madrid, la hostelería conoce una cierta recesión aunque aún hay resistentes e incluso valientes. Las apreciaciones que ahora siguen quieren ser eminentemente prácticas, más crítica ambiental que estrictamente gastronómica.

Kabuki. Todo el mundo ha ido ya al Kabuki del Wellington y es sobrante hablar de él. Magníficas materias primas, etcétera. La mejor carta de blancos de Madrid y es una pena que en una comida sólo podamos probar un par de botellas y no quince. Entre los tintos, Ródanos de las estrellas: ‘no puedo hablar sin emoción / del domaine de Gramenon’. Tuve la suerte de ir la primera semana y –por comparación- desde entonces el servicio ha mejorado, con un jefe de sala que parece un maestro… y que no trae las copas de champán ya servidas. Ricardo Sanz realza las concomitancias japo-hispanas en la cocina, que en su día viajaron por barco. Ambiente agradable que subraya el carácter institucional del Wellington, donde todavía se está bien en La llave de oro, nombre de cuento de su cafetería. Hace años era una burbuja antiquísima para las ancianas mejor permanentadas del barrio. Ahí, menú del día, tartas semi-industriales para pasar la media tarde.

Club 31. Ir a Club 31 es un refuerzo para la autoestima, esa enfermedad contemporánea. Entre tanta gente importante, uno parece que sube un poco. Ahí, un gran hombre de empresa; aquí, un político bastante despreciable. En las mesas se dice que hay micrófonos y no sería de extrañar pues aquí, en buena parte, se definió España como hoy la conocemos y se tramó el desarrollismo. Yo me he sentido estéticamente vulnerado con su estilo americano años 50, depuradísimo, de lo mejor de Madrid. Por algún motivo, me recuerda a una pista de baile o a un hemiciclo. García Vinuesa, buen decorador, lo ha empeorado hace unos años. La ‘allure’ no cambia, sin embargo. Es curioso que atrae cada vez a un público nocturno más joven y con remarcable buena pinta, aunque sea un poco a mi pesar. En principio, uno no va a Club 31 por la comida pero sus huevos son un primer plato de euforia y el resto está bien. El carré de cordero siempre es cosa seria –hay que volver a comer muchísimo cordero, no sólo por la crisis del ovino. Trufitas de chocolate al final, como Dios manda. Insisto un poco más en lo de comer cordero.

Lhardy. Ir a Lhardy en verano es como ponerse también en verano un traje con chaleco, algo quizá al alcance de Marichalar. En todo caso, sé por experiencia que puede ser muy agradable cenar solos en el comedor isabelino, con los camareros gruñones porque les apetecía más vaguear que servir. La comida suele ser de una pretensión no depurada por la gracia. Lhardy ha dejado de gustarme pero para un viernes que nos coge sin reserva es la opción más segura. Luego salimos a la populosa calle, donde por estar poco observadores, todo el mundo nos parece muy feliz.

Trenque Lauquen. Es un restaurante argentino, lo cual quiere decir ítalo-argentino. Tiene dos sucursales en la misma calle: uno para pizzas un poco grasas y pesadas y otro para carnes. Al de carnes voy o iba con frecuencia a comer solo pues me coge debajo de mi casa. Aceptan bien que lleves el vino y –nada más verte- te preparan el campari. Uno se baja con el libro, a comer, pero casi siempre aparto la vista para estudiar la relación madre-hija de las mujeres que mandan ahí, relación en este caso compleja y fascinante, contrapunteo de amor y de tensión. Lástima que uno no sea Chéjov. La carne es buena y el hombre es omnívoro pero –no nos engañemos- la comida primordial es un buen filete para saciar no sé qué apetitos ancestrales, primitivos, de carne y fuego. Por lo demás, ¡qué gran país es Argentina! Aunque a veces parezca serlo un poco a su pesar.

El Capricho. Esta taberna en el itinerario mesonero-regional del Retiro sustituyó a unos ultramarinos admirables, donde seguramente un señor atildado con mandil le pesaba a uno un kilogramo de garbanzos con la honradez de no tener la báscula trucada. La taberna se ha ido consolidando y está bien para la costumbre española de cenar de pie, llenando el estómago de cerveza (mejor négliger los vinos). Un poco de raza y autenticidad. Bonito, pimientos. Vitorianos y chopitos. Placer de ver gente normal siendo normal.

Midnight Rose. He ido dos veces, con desengaño preventivo. Ahora el desengaño es permanente. Es curioso porque el hábil Renedo tiene mano por ahí. Todo es un desastre y la sensación es la de cenar a gritos en un hangar fuetemente musicado con ese chill-out que se concibió para la tranquilidad y no para el sentimiento de la jungla. Por  lo menos, si no puedes comer, puedes beber: /  ¡traiga otra de Laurent Perrier!

Ritz. Las cenas en la terraza son agradables aunque en exceso sencillas para ser tan en exceso caras –una hamburguesa ramplona, un sushi fabril, aunque todo coronado por los árboles propiedad del Botánico. Dentro, en el Goya, uno vuelve a Europa como si estuviera ante la catedral de Chartres. Hay que regresar al Ritz cada seis meses para reciclarse del mundo. Los ricos y los árabes, que vuelvan cada mes. Elegancia de las patatas soufflées, arte mayor de la fritura. Chateaubriand para compartir. Postres complicados. Sumiller enloquecido.

 

Senzone. Es el único lugar donde me reciben con dos besos pero no es esta la razón por la que me gusta mucho. En verano, su terraza será uno de los lugares donde cenar. Un matrimonio joven lleva cocina y bodega, ahí casi bajo los arcos de la puerta de Alcalá. Gente de vanguardia y de ambición. El comedor arriñonado parece un ensanche de un pasillo pero en vino es de lo mejor de Madrid y en cocina es de lo más arriesgado. Con todo, el cocinero sale bien de casi todo. Si uno opta por un menú largo con maridaje de vinos, es posible que tenga que volver a casa en ambulancia. También se puede dormir uno la siesta en la parte de arriba, entre los chesters a la moda, mirando a la puerta de Alcalá y a la masa arbórea triunfante del Retiro. Madrid elegante, con una copa de palo cortado en la mano, sin saber si somos truhanes o señores. El mismo problema tenía Julio Iglesias.

Iroco. Desde el decó, la decoración mundial ha sufrido de anemia. El funcionalismo no satisface las legítimas expansiones de la libertad humana en materia de ornamentación. No habitamos, vivimos, hacemos casa. De un restaurante también esperamos sensación de acogimiento. Con todo, el declive de la decoración se ha compensado en parte con las mejoras en iluminación. Pienso, siempre laudables, en las luces indirectas. Lamentablemente, una cosa son las luces indirectas y otra es cenar a ciegas en la prestigiosísima terraza de Iroco, donde a uno se le posa un cóndor en el plato y ni lo ve. Al menos el tacto siempre ha sido ciego. Nota social: el ambiente es de ceguera pero casi todo el mundo cena con gafas de sol.

Acquafredda. Soy asiduo y entusiasta. Es tienda italiana y hay algo jocundo en comer entre abundancia de comida. Servicio sobrio, joven, atento. La tienda-restó se va haciendo clientela entre las buenas gentes del barrio aunque conviene decir que los precios son de dolor incluso para el estándar gravoso de la alimentación italiana. En industria alimentaria, la noticia feliz es que ya les vamos cogiendo. El comedor es de un minimalismo muy blanco y, por otra parte, uno odia comer sin manteles. Pero todo es fresco y sincero y bueno y hay no poco esfuerzo en traerse de Italia tantas cosas casi en exclusiva. Los vinos son abundantes, bien conservados y de ensueño pero son de añadas muy jóvenes y eso, con los vinos italianos eminentes, lo dificulta todo en grado sumo. En todo caso, Massimo Molinari, el inmenso erudito de la cocina italiana, se sentiría a gusto ahí. De propina me suelo llevar unos canoli sicilianos para merendarlos en casa gritando a voz en cuello el Fratelli d’Italia. Son una evanescencia, suavemente perfumada de cítricos. Engordan muchísimo.

Don Lay. Recuerdo vagamente haber hablado de él. En general, mi apostolado es inútil porque uno no logra arrastrar a la gente más allá de la frontera urbanística de la M30, aunque Gallardón lo ha dejado todo pulido y bañado en oro. El sitio es de eclecticismo radical, con pollo negro y cordero nutritivo –platos chinos- pero también con bacalao a la vizcaína. La jefa de sala china es simpática, hábil, eficiente, guapa. Van muchos chinos y uno ve occidentalizarse a las chinas por su estilo capilar: ¡el mundo es plano! Se come barato, mucho y abundante, como en los buenos viejos tiempos, y en el paseo de Extremadura, que no es Sierra Leona, hay un par de casas con fantásticos balcones y voladizos modernos.

Hinawari. Tienen docenas de tipos de sake y sólo un par de vinos blancos. Eso habla de propósitos de autenticidad, con la misma autenticidad con que el dueño pasea por el establecimiento garrafas de aceite de girasol cuando no de colza ucraniana. Camareras filipinas que se hacen pasar por japonesas porque aquí no hilamos fino en la materia. A la japonesa, se come en cubículos que lo mismo parecen camas de masaje que altares shintoístas. Dicho lo cual, se cena muy bien y resulta un lugar décontracté y recomendable y céntrico, hoy que todos somos gente mundana y estupenda que tiene un admirable swing con los palillos. Jazz dorado en la sala, Chattanooga Choo-Choo, Tuxedo Junction, por ejemplo.

Sushi 19. Sushi higiénico, moderno, agradable. Ideal para cuando uno finge un estilo de vida alternativo. Lo malo de esto es que uno puede comer junto a algún barbudo sucio, experto en cómics y en películas no por extrañas menos estúpidas. NB: ¿Por qué razón la comida japonesa es tan susceptible de antojo apremiante o de aborrecimiento? Sé de gente que llamaría a las tres de la mañana a pedir sushi.

Nicolás. Su carta de vinos está sobrevalorada porque no es tan difícil hacerse con unas botellas de buenos Burdeos y cobrarlas a precio de mercado. Tiene algún guiso de mar y montaña de total excelencia. El barrio es de los microclimas más agradables de Madrid y el lugar es restaurante de alguna manera culto, sin caer en lo pretencioso. Está al lado de Dassa Bassa, lo último en el año 2004.

Club allard. Está en una de las mejores casas de Madrid y ahí tienen la foto del Rey cuando fue al restaurante para demostrarlo. Es el principio del buen iter gastronómico de la calle Ferraz, donde no en vano está la sede del PSOE. Sala noble, chef presente y esforzado. Pero el sitio no acaba de encontrar su target y todo el mundo sale con una cierta sensación poco satisfactoria, y me apena. Lo que ocurre, tal vez, es que es muy difícil que la cocina esté a la altura de la casa sin que venga a cocinar Alain Ducasse. El mensaje de equivocidad es que uno no sabe si quieren impresionar y no impresionan o si piden perdón por impresionar.

O’pedregal. Este restaurante más o menos gallego sirve para llamar la atención sobre el mejor nivel de la hostelería en los últimos años. Todo con lo que tienen que tener, incluyendo muchos maltas, ginebras caras y demás. Cocciones muy correctas, decoración folk sin agravios y mucho trabajo y constancia por detrás, donde se ve la mano solícita del dueño. En todo caso, me sirve también para llamar la atención sobre Méndez Álvaro, zona donde aún quedan arquitecturas fabriles ma-ra-vi-llo-sas, que hacen que valga la pena la excursión casi extrarradial. Uno está en Méndez Álvaro como si estuviera en Chicago, en combinación con los nuevos planes urbanísticos que han hecho cosas como ponerle a una plaza el nombre de ‘Amanecer en Méndez Álvaro’. El barrio resulta además curioso desde el punto de vista antropológico –yo nunca he visto tantas razas juntas, sin saber bien cuál era cada una, todo tan mezclado que de pronto aparece un peruano con chilaba o un marroquí que entra en la Iglesia Evangélica. En el barrio hay mercerías y un economato textil fascinante, una pastelería de prestigio, un archivo administrativo y, por si fuera poco, Bodegas Rosell. A la noche, salen de ahí todos los camiones de basura de Madrid y nos parecería asistir a un peculiar golpe de Estado.

Solchaga. Siento una debilidad manifiesta por este sitio tan clásico y stuffy, con tanto periodista y tanto político, cocina de costumbre siempre bien resuelta, mucho pasillo y mucha chaquetilla blanca. Ahí llevamos una vez a comer a un Premio Cervantes y eso constituye un gran recuerdo. Solchaga es, quizá, poco veraniego pero trabajan las verduras de estación con mucho tino. Otro de los motivos de mi debilidad, aparte de su anacronismo, es que está en un primer piso, como las peluquerías de señoras de antes. Al salir, saludamos a la estatua de don Alonso Martínez, hombre de ingenio, civilista de nota, caballero español.

La torcaz. Es el hermano menor de La Paloma. Modélico restaurante burgués, donde al mediodía comen hombres con corbata y las mejores mujeres. Por el espejo, vemos al camarero ofrecer una redondeada botella de estilo borgoñón. Las mollejas son de notar, para los que tenemos las mollejas como nuestra pasión más vergonzosa.

La playa. De este, hablaremos en la semana de un conservador.

Julián de tolosa. Mejor al mediodía, salvo que uno opte por aligerarse la noche con judías. Chuletón excelso, precios excelsos, tanta gente en La Latina.

Tacubaya / Entre suspiro y suspiro. Uno va a una cantina mexicana a empaparse seriamente de tequila al principio y al final y a comer en lo posible con las manos. A tales fines, ambos lugares resultan excelentes. Cena informal, no para invitar a tu severo director de tesis o a alguien con un familiar gravemente enfermo. Por lo demás, esa decoración mexicana tan alucinógena.

Fogón de Trifón. Madrid se ha visto recorrido de oleadas de emoción innombrable con respecto al Fogón de Trifón, una barra con comerdocito apretado en la parte indie de la calle Ayala, no lejos de un vetusto restaurante persa donde el caviar tiene el sabor amargo del exilio. Es un establecimiento familiar y hay bastantes ‘power lunches’, es decir, gente importante que va a comer o a cenar aunque luego también va gente como uno. Comida española, buenos nombres de vino. Reconozco que el sitio me enamora bastante menos de lo que debiera, y que pese a mi amor por la ‘coziness’, me resulta algo asfixiante. La librería y editora Miraguano está muy cerca. En lo que respecta a power lunches, no nos extrañemos al entrar en estos sitios y ver a gente en camisa de manga corta; cada vez hay menos poder y menos lunches.

La gamella. Es un clásico de los eighties y uno parece encontrarse en un vídeo-clip de Ultravox. De pronto, estamos detenidos en el año 89. Emplazamiento ideal, turistas despistados, grata resistencia de un sitio donde la comida también es ochentera. Sala muy agradable, luminosa. La chica de ayer creo que cena ahí todos los días.  

Le garage. No, no he ido todavía. No me apetece ir. Seamos eternos, no modernos.

Montana. Acaba de cerrar y es gran pena. La carta era escueta, sencilla y razonable. También la carta de vinos. A mí me seguían llamando la atención sus composiciones decorativas con cáscaras de huevos pero es que uno no termina de volver del pasado. Lo que me gustaba del sitio, ante todo, era su carácter excepcionalmente neutro: me imagino que era el lugar ideal para que se conozcan los futuros consuegros de una boda por celebrar en la vecina iglesia de San Manuel y San Benito, una de las más pías y pijas de Madrid.

Per bacco! Es un apéndice de la cadena ‘Deias’ de restaurantes. Ignazio Deias es ahora el factótum de la cocina italiana en Madrid. Me resulta admirable. También me resulta un poco odioso porque una vez me confundieron por teléfono con él y fue humillante. Pero, como diría el mayor de los García-Maiquez, nuestro sitio es la humildad. He tenido el infortunio de ir un sábado cuando habían bajado los precios y el ambiente era de merendero. A mi lado había una especie de rastafari impresentable junto a un ángel de mujer, que le miraba con los ojos derretidos. Es verdad que el rastafari parecía ‘buena persona’ y, quién sabe, quizá es un chico muy activo en su parroquia y toca la guitarrita con mucho sentimiento. Esas cosas pasan hoy. En todo caso, Titania, ya sabes dónde estoy y te advierto que luzco hermosos rizos. La lasaña me dio acidez y tanta pasión reciente por el nero d’avola sólo se explica por su baratura. En la bella Sicilia hacen vinos que dejan bien a nuestro plano Valdepeñas.

Cuenllas. Mantequería de tradición y de altas ambiciones, barra de elegante copia, restaurante reformado hará ya dos años según el minimalismo más exangüe. Llevo un tiempo tacaño pero es que el lugar es…¡caríiiisimo! Estuve a punto de ofrecer como pago una libra de mi carne pero quizá sólo aceptaban buey de Kobe. Desde luego, por el precio parece que sólo llevaríamos ahí a Audrey Hepburn a cenar –y Audrey Hepburn es ahora huesa y ceniza. Se come muy bien pero también muy pesado y coincido con la crítica que ha señalado que se trata de una cocina muy poco placentera. La contundencia es tanta -vieiras con trufa de primavera- que uno llega a los quesos sin empuje. Los vinos, sí, son realmente excepcionales, como es el cuidado en todo pues hablamos de una de las casas más noblemente puntillosas de Madrid. No acaba de funcionar el restaurante, me temo. Cacerolitas de Le Creuset. Elegancia del dueño en el servicio, como de príncipe elector. Irán a más.

Antojo. Lo lleva un esforzado matrimonio y el propio chef coge el teléfono cuando uno llama para reservar. Son gestos apreciables. La cocina está en la huella de fusión-innovación de Viridiana; el lugar es pequeño y no muy acogedor, sobre todo con ese fake-Tápies de la sala que parece una llamada a la diarrea. Suena Donald Fagen, lo cual resulta agradable hasta que uno se da cuenta de que le entusiasma un músico que ya sólo suena en restaurantes como hilo –como hilillo- musical. Tengo la sensación de que no les va fenomenal y me apena un poco pues hay ahí trabajo y sacrificio en pos del agrado en el comer, con precios blandos para la calidad.

De las letras. El De las Letras es el más humilde de los hoteles happy-pijos. Se come de todo salvo lo que en este país se comía hace diez años. Creo que tienen por ahí libros de Cortázar y otros espantos semejantes. Perdónanos, Señor. Estuvimos a punto, la última vez, de llevarnos Béarn, pero somos gentes civilizadas y no robamos libros casi nunca. A mi lado, una portuguesa aburrida, muy guapa, sin bigote, con pinta de seria profesional, a la que envío nostálgicos beijinhos. Acuérdate de mí cuando llegues a tu pueblo.

Floridita. Es la avanzadilla hostelera del castrismo en Madrid. Los opositores preferirán, por tanto, Zara o el Centro Cubano y harán bien. La perspectiva de comer en un buen bar es agradable y hay mucho esfuerzo en la carta, que es una carta imaginativa y cara pero con escasos guiños de cubanía (¿dónde están los camarones, chico?). Lo que quiero decir es que uno va a un cubano con la idea de comer arroz con pollo y no de someterse a una sesión de barroco colonial. Por sorpresa, resulta muy caro. El lugar, además, ha logrado atraerse a una clientela de gente de cincuenta años que le resta algo de atracción si uno no llega a los treinta. Hay una camarera obsequiosa y monísima, a cuya humanidad y compostura todo elogio sería escaso.

Yuan- Vietnam. Tras cenar tres veces en un mes en Yuan exactamente lo mismo, uno llega a saber que también lo bueno cansa. El menú más largo es excepcionalmente largo. Como se sabe, estos restaurantes neoasiáticos están muy bien decorados y atendidos. Diría algo de las camareras asiáticas -¡flor de loto!- pero ya va uno a dar mala impresión. Hay que evitar Vietnam e ir a Yuan, que es el bueno, como hicimos nosotros con los gin-tonics encargados. Son la misma empresa y hay más sorpresa que problema. Con todo, el espíritu del lugar indica que en este sitio siempre ocurren las cosas más extrañas.

Boccondivino. Necesita volver a un cierto control pues la carta de vinos es para estudiarla como un temario de oposiciones pero se van quedando sin nada y tampoco orientan mucho. Que sigan la regla italiana: las cosas se hacen o no se hacen. La comida, tan buena como siempre, en especial las cosas más sardas –como su idioma, lo sardo es siempre de un terruño montaraz y antiguo. La decoración agobia un poco aunque uno sea partidario de los colores crema. Creo que hay que pedir los malloreddus, no sólo porque parezcan esas larvas que la gente usa como cebo de pescar. Los malloreddus, claro, no se mueven.

Ouh…Babbo! Céntrico, céntrico, céntrico. Hay mejores opciones al lado, por la zona de Ópera, pero la pasta es honesta, que es lo que hay que pedir a la pasta. La decoración, en cambio, es un poco espanto. No conozco al público nocturno pero tengo pocas esperanzas al respecto. No me creerán pero –tras dos visitas- he constatado que sus hielos no enfrían, fenómeno sobre el que hemos hecho no poca especulación intelectual.

Don Giovanni. De las mejores pastas de Madrid, en uno de los lugares más insospechados de Madrid. Lo sigo desde hace años. Va mejorando cada vez.  

Manete. Doy mil bravos a Manete, representante de la cocina levantina –castellonense, en este caso- que a mí tanto me gusta. Unas mínimas sepietas vienen con un punto de cocción del todo magistral. El arroz es del día o por encargo y además cierra por las noches y –en general- cuando al dueño le viene en gana, lo cual dificulta mucho el comer ahí. Buenos vinos, personal con ganas de agradar. Yo recomiendo pedir y decantar los raros blancos El Rocallís y La Calma. Son del Panadés. Uno de ellos se hace con una uva al parecer creada en laboratorio, de nombre Incroccio Manzoni. Yo lo prefiero a su vino hermano pues con este podemos brindar por el gran novelista conservador de Los Novios. A las cosas hay que buscarles su aliciente.

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