¡Ritz! – Confesiones del Ritz – Hotel Ritz, oración de la mañana

Quien viene a vivir a Madrid debe elegir entre Ritz y Palace como cuestión de trascendencia. Quien vive en Madrid como los ingleses en Papuasia –es mi caso- también debe elegir. La bigamia es practicable pero en realidad nuestras fidelidades siempre tienen un punto de menos o un punto de más. Está el Palace de Camba y de Pla, el Palace por cuya rotonda desfiló y aún desfila la política. Está el Palace con su punta de casticismo, con sus millonarios mexicanos y sus novelistas argentinos y los niños que se esconden tras un tibor y el restaurante chino con sus camareras asiático-herméticas: como algunas telas, su piel no conoce las arrugas. Saben cerrar los ojos con efecto abanico. Como fuere, hay que elegir entre el azul eléctrico del Ritz –tan hermoso al caer la tarde- y ese rótulo del Palace en color rosa 'puticlub'.

Es sabido que el Ritz surgió a iniciativa del rey Alfonso XIII, cuando en Madrid había un Hotel París y un Hotel Londres que aún perviven. Los nombres de los hoteles siempre tienen una sugestión de ensoñación y uno entendería bien elegir hotel por un acto de fe en la eufonía. Curiosamente, Alfonso XIII pasaría sus últimos días, por rara sincronicidad hotelera, en el Meurice, no tan lejos del Ritz de París: los españoles exiliados o simplemente periodistas lo veían ahí pasar toda la tarde, mirando las cornucopias, embobado de derrota. Al parecer fue uno de los primeros clientes del hotel y el bar aún sirve en su honor el cóctel Alfonso. No son cuestiones sin emoción. El Meurice, por cierto, es de una suntuosidad extrema a despecho de su discreción externa. Tiene también camareras asiáticas de piel de caolín. El lugar, en definitiva, es muy recomendable.

La humanidad tendría una deuda con César Ritz pero cabe pensar que cualquier Ritz ya se la va cobrando. Hay cosas en las que un punto de incerteza es mucho mejor: prefiero no saber si los Ritz de ahora pertenecen todos al mismo capital. En todo caso son establecimientos muy distintos pero siempre lejos del prosaísmo pragmático de cadenas como Sheraton o Hilton. En el Ritz de París hay americanos con pozos de petróleo en peregrinación estética, alfombras españolas, bar y terraza interior pintada por Jeanniot; en el de Londres no dejan entrar a quien lleve vaqueros (¿los llamarán tejanos?) y uno puede tomar un soufflé Rothschild (¡!); en el de Lisboa los muebles son de Ruhlmann. Creo que hay en Nueva York pero no conozco. En el de Madrid no me importaría pasar mi ancianidad, mis últimos días: ojalá para entonces merezca uno la misericordia de que lo dejen en la terraza por la mañana, con un traje de seersucker y un sombrero jipijapa, que son cosas que a los viejos les quedan muy bien, mientras una ecuatoriana esteatopígica que está deseando largarse con Jason (su novio) me da sorbitos de vino y me va tostando al sol como si fuera un san Lorenzo. No sé si tendremos tanta suerte; cada uno, según Rilke, se ha de trabajar y merecer su propia muerte y, a propósito, Rilke murió del pinchazo de una rosa. De momento uno ha ido mucho al Ritz de aquí; el ir al Ritz, como el resto de las pasiones, va por temporadas.

Los Ritz han tenido su importancia y –en consecuencia- han tenido su repercusión musical. Un amigo mío recuerda haber oído a su madre tararear una zarzuela: ‘vente al Ritz, Emerenciana, que (…) y dan helao’. Eso demuestra que el Ritz llegó a ser acogedor y –sin desdoro- casi popular. Lilián de Celis también hizo popular ‘Las tardes del Ritz’ y Harry Richman su ‘Puttin’ on the Ritz’.

En 1992, Bernard Delvaille salió de su eje habitual Londres-Venecia para pasar unos días en Madrid. Delvaille es una especie de Larbaud o de Morand en versión más tosca, más inocente y –por espíritu de los tiempos- más ‘cheap’. Lo más curioso de Delvaille, un hiperactivo literario, es su capacidad de ir a todas partes sin enterarse de mucho, pasando como una ráfaga de aire. No quiero ser injusto: en todo caso, me parece que en esa versión epidérmica de las cosas radica su encanto. Ciertamente, es un encanto que exige que uno apoye un poco pero Delvaille tiene una manera de hacerse querer. En fin, cuando vino por Madrid le llevaron al Ritz –a nuestro Ritz- y lo encontró ‘triste à perir’, quejándose de que aquello no era un bar sino un salón de té. Esto sólo quiere decir que no vio el bar: el bar del Ritz, en un rincón, es pequeño, acolchado y de madera, como si fuera un ataúd. Sí vio, en cambio, la estatua de Diana cazadora. Como consideración personal, yo creo que cualquier lugar donde haya una representación de Diana cazadora con su aljaba tiende a ser un lugar muy estimable. ‘Ni cuero, ni caoba, ni cocteleras', se lamentó Delvaille, poco generoso con nuestra ciudad. Por otra parte, ¿cómo fiarse por entero de un Delvaille cuya gran pasión gastronómica era la ‘anguille au vert’*?

Un ‘momento ritz’ muy grato es el aperitivo o la merienda en la terraza. Es un iglú en el calor de Madrid, a la sombra de los árboles del botánico, con las palomas en picado hacia la mesa para robar un cacahuete o una almendra. El búho de plástico no las ahuyenta y el búho de verdad –ave de bizarría magnífica- se pasa el tiempo dormitando y ya no asusta a las palomas. Otro momento bonito es cuando viene el cetrero a recogerlo. En la terraza –atmósfera blanca y azul- se puede cenar mediocre aunque agradablemente y es también muy apreciable ver la llegada de las bodas al hotel, con la madrina emotiva y el padrino con la cara de satisfacción del ganadero que ha subastado su lote de ganado. En definitiva, el Ritz no está bien por su esplendor, o no sólo, sino por el calor de vida amablemente elevada y civilizada que hay en él. El té de la tarde, con mermeladas de lo más fino y bollitos casi aéreos, constituye una cara autoindulgencia, y de hecho hay que tener cuidado al elegir el té pues los hay amargos como morir en pecado. En cuanto al café, hubo un famoso periodista que se quejó de que era muy malo: esas cosas pasan tras una vida de entrega al torrefacto pues servían un Colombia deliciosamente volátil de Supracafé, gran marca mostoleña, que de seguro no todos los periodistas merecían.

Hace años hubiese escrito del Ritz con mayor apasionamiento e incluso le dediqué un poema –Hotel Ritz, oración de la mañana- durante los dos días en que, aún muy joven, tuve la fantasía de quedarme allí a leer Guerra y Paz. Después han sido horas no incontables pero siempre gratas. He hablado del restaurante en términos muy elogiosos pues es uno de los pocos viejos conservatorios que quedan en Madrid. Ahora, algunas veces, cambian al pianista por un arpista; personalmente veo mal el cambio pues cambiar del clasicismo del piano a la exquisitez del arpa puede abrirle el paso a percusionistas africanos o a un grupo peruano con la quena, etc. Por lo demás, el hombre es territorial y la ‘vida de hotel’ tiene siempre un punto de irrealidad pero eso es algo que se pasa por alto cuando, copa en mano, el pianista ataca suavemente ‘Stormy weather’.

*He probado el plato hace poco -me parece que es uno de esos platos que, para su verdadero aprecio, hay que haber tomado desde niño. La anguila está entre lo repugnante y lo fascinante. En el Levante español es donde alcanza su mejor beneficio gastronómico este bicho de sensualidad viscosa que tanto llama la atención en los mercados. La 'anguille au vert' es, en efecto, de un verde prácticamente fosforito -'oiga... ¿esto lleva perejil?'

 
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