¿Dónde está Rochom Pngieng, la “niña de la selva”?

Para los medios ya no es importante, así que se lo contaré yo. La “niña de la selva” camboyana, ese caso tan extraño que conocimos en enero de 2007, ha vuelto al lugar donde estuvo perdida durante 18 años. La jungla. Eso suponen, al menos, los inspectores de policía del lugar, tras la nueva desaparición de Rochom Pngieng. Hoy no es noticia porque sucedió en verano, pero entonces muy pocos periódicos se hicieron eco de la información, a pesar de que, en su momento, el hallazgo de la “niña salvaje” ocupó las portadas de cientos de diarios y asombró al mundo entero.

Cuando hace un año Pngieng fue encontrada en Camboya, sus padres la reclamaron al instante como su hija, desaparecida en la selva hace casi veinte años. Con su supuesta familia, rodeada de sesudos psicólogos y con decenas de periodistas haciendo guardia alrededor de la casa, Pngieng apenas mostró signos de recuperación: ni hablaba, ni interactuaba de forma esperanzadora, ni respondía con éxito a los juegos malabares que inventaron prestigiosos especialistas internacionales para tratar de lograr la reacción de quien había perdido casi todas sus señales externas de condición humana.

Dicen, quienes han seguido de cerca el caso, que en los últimos meses el interés por “la niña salvaje” había decaído. Se fue diluyendo el “circo mediático” que tanto aterrorizaba a algunos de los psicólogos –o eso decían- que trabajaban en la recuperación de la niña. Como era de esperar, verborrea aparte, con la desaparición del interés mediático, buena parte de los altruistas expertos fueron abandonando a su suerte a “la niña salvaje”, cuando comprendieron que su posible éxito en el caso ya no sería noticia internacional. Mientras, la mujer intentaba casi a diario escapar de su hogar, pero su familia lograba impedirlo una y otra vez.

Una noche de agosto, a la luz de la luna de Camboya, Pngieng consiguió salir de casa y desapareció para siempre. Un mes después algunos medios informaron muy brevemente de la noticia, asumiendo absurdamente la imposibilidad de dar a conocer al mundo lo realmente sucedido en esta historia. Desde entonces es uno de tantos cuentos inacabados por la fugacidad de un periodismo cada vez menos profesional, más superficial, y más comercial.

No tenemos la certeza de que la niña haya vuelto a la selva. No sabemos cómo hace para no ser devorada cada noche por alguno de los cientos de animales salvajes que viven en uno de los lugares más peligrosos del mundo. No sabemos si las pruebas de ADN demostraron o no que los padres que reclamaron a la niña eran los auténticos. No sabemos nada, ni lo sabremos, aunque la respuesta a algunas preguntas sería muy fácil de averiguar para cualquier revista o suplemento dominical. Pero, seguramente, no lo sabremos nunca porque para la prensa lo único valioso era la primera imagen de Pngieng caminando a cuatro patas y actuando casi como un animal. A partir de ahí, su recuperación, su posible reinserción, su caso, tan sumamente interesante para los avances de la investigación científica, no resulta importante. Ningún periódico está dispuesto a tener a un corresponsal en Camboya aguantando al pie de cañón, siguiendo una rehabilitación que se prolonga en el tiempo durante meses. Y pagando. Porque no hay que olvidar que la familia de la “niña salvaje” cobró desde el primer momento a los periodistas por su estancia en la casa y por recoger allí información.

Cabe preguntar a los medios internacionales por qué un buen día se empeñan en que centremos la atención en una pequeña aldea de Camboya, para conocer esta historia, si después, de pronto, nos van a dejar a medias y sin posibilidad alguna de enterarnos del final de la película.

Lo apasionante y lo aterrador de nuestro siglo es que después de todo, lo importante no es lo que suceda, sino si hay alguien allí para contarlo. Lo que no sale en los medios no existe. Y lo peor es que sean un reducido grupo de personas las que se encargan de decidir lo que existe y lo que no existe. La vida o la muerte de Pngieng, al igual que la de muchas otras mujeres y hombres en todo el mundo, está, en gran parte, condicionada por esta circunstancia. Sin la luz del gigantesco foco de la atención mediática, la protección se hace mucho más difícil. Sea en ciertos pueblos del País Vasco, en el centro de las grandes urbes mexicanas o en la más recóndita de las aldeas de Camboya.

 
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