El hijo de la UCD – Un pleistoceno personal – Quincallería de una infancia en los ochenta

El año en que nacimos todavía se hacían bromas con laxantes Tejero y Bryan Ferry ensayaba la caída de ojos para cantar Avalon. Había muerto John Lennon: las mejores gafas de aquel siglo. Mi sensación es que Madrid comenzó a tener colores reales entre mil novecientos noventa y mil novecientos noventa y cinco: hasta entonces, Madrid parecía tener tan sólo el color gris de esas mañanas en que ETA mataba a un coronel, el verde de un SEAT 127, la plata metalizada de los Supermirafiori. Añádanse las franjas rojas en aquellos taxis solemnes, negros como cucarachas, que siempre parecían ir o venir del hospital. Tampoco había color en los periódicos: hablamos de una ciudad sobria, con el TODO POR LA PATRIA en los magníficos cuarteles que ahora se destruyen en injuria a la belleza para hacer VPOS. Los niños aún no llevaban sándwiches de salmón ahumado para la media mañana del colegio: ¿dónde comprarlo entonces, entre tanto bar con insignias del Atleti, pubs Copacabana y el olor nacional de los Ducados? Me gustaría decir que fui un niño reumático y sensible pero sólo fui un niño reumático.

En el Madrid de los catedráticos, se votó con entusiasmo a Felipe González. Se hablaba de la nueva figuración: una manera de ser de izquierdas siendo de derechas, o al revés. Ese era el nor-noroeste poderoso, donde las empresas jardineras cubrían con adelfas las medianas y los chalés más exagerados tapaban con aligustre o arizónica el esplendor sin clase de las fortunas nuevas. Las piscinas, mejor cuanto más azules, de la misma manera que la moda era tener sauna. La Vespino imponía su dominio, customizada con pegatinas de Snoopy o Hello Kitty. Meses de verano y club social: quebraba Puerto Sherry, no así Puerto Banús. En el año 89, todo el mundo comenzó a llevar zapatillas marca Reebook como todo el mundo comenzó a ponerse ‘huskies’: faltaban lustros para los Barbour, más lustros aún para las Belstaff. Camper calzaba a los adolescentes, sin distinción de sexos: sin duda era pijo pero también eran más baratos que los zapatos castellanos. Ese era el kit para llevar con una Vespa –blanca o naranja- y un jersey color malva: también el maquillaje estaba entre el rosa pastel y el azul eléctrico. No había más que ver a Tino Casal, ese Bowie asturiano. Aquellos años suenan todavía a 33 revoluciones por minuto: tan cerca y tan lejos que, en realidad, parece mentira que no vuelvan. De allí pervive una expresión: ‘eres más pijo que tener un cocker’. También, fotografías de García-Alix, canciones de Alaska y Dinarama, la vida a bordo de un Golf descapotable. ¡Haber sobrevivido a todo eso para llegar a Cervantes y a las coplas manriqueñas! Gran sorpresa, los superhéroes de la época llevaban los calzoncillos por fuera del traje. De Montepríncipe a Prado Largo hay un vaivén de dulzuras de un pasado ya sin nombre: ¿qué constructor sin poesía puso nombre a esas ‘urbas’?

Debió de ser entonces cuando murió el último rockabilly, enterrado con su tupé en un ataúd con sidecar. Las pegatinas de la época mostraban a Naranjito y a un Papa que llenaba el Bernabéu y derribaba muros con rosarios. Por años sin término, pensé que VALLE DEL KAS se refería a una estación de esquí. Profeta en Boadilla, el padre de un amigo tuvo uno de los primeros jardines japoneses donde nosotros veíamos sólo un montón de grava. Una churrería era sólo una churrería pues hablamos de los años anteriores al glamour: quiero decir que ningún local era un ‘patio chill-out’, ni se subtitulaba ‘food and fusion’. El Zoco de Pozuelo tenía el tamaño de una mítica pirámide: hoy lo vemos agazapado, envejecido, comido por romántica yedra, cerrados los minicines donde de niños fuimos a ver Cortocircuito. En los años de la colza, se hablaba incipientemente de la dieta mediterránea pero –de alguna manera- una hamburguesa era una hamburguesa: creo que el primer McDonald’s de España se abrió en la Gran Vía, en el año 1986, según recuerda una placa, cuando los ciclistas aparecían en las chapas de los refrescos: da la sensación de que, en los ochenta, en España no hacíamos más que comer garbanzos. El amarillo natilla sustituyó al papel pintado en los restaurantes, con algún cuadro con geometrismos sobre las paredes: siempre me he fijado en esas cosas. Se atestaban las playas, democráticamente, en mezcla de azahar y socarrat. Las agencias de viajes no sabían todavía que iban a mandar a millones de españoles a Estambul. Los socialistas se hartaban a langostinos de Sanlúcar: en mi casa los odiábamos. Ante todo, mucha hombrera. Memoria personal: disfrazarse de negro algodonero para las fiestas del colegio, inaugurando la tradición de bailar con la más guapa.

Lamentablemente, de mi infancia me quedan recuerdos no infantiles: la elección entre Hernández Mancha y Herrero de Miñón, Gaddafi amenazando a Occidente, las corrupciones de Juan Guerra, la muerte de Pedro Toledo, la muerte de Dámaso Alonso en el año 90, la del Duque de Cádiz degollado, el cartel de Aznar que decía ‘¡palabra!’. Sin saberlo, éramos los primeros españoles de la Constitución del 78, de las Autonomías: estrenábamos Constitución como se estrenaban unas botas de agua. Las fotos de las banderas venían en el libro de Sociales junto a un rey tan joven que parecía un recluta. España era indudable, como el amor materno: una atmósfera. Lucíamos, contentos, / un autógrafo de Emilio Butragueño. Verduras de las eras, ¿dónde están los modernos que bailaban el break-dance? ¿Dónde, los calcetines de aerobic color fucsia, los negros con una radio al hombro, el temor nocturno al ver el Thriller de M. Jackson? ¿Dónde, la última generación que supo los afluentes del Guadiana? A Nueva York, se viajaba en TWA o en PAN-AM pero Nueva York todavía estaba lejos.

Acid, Blandiblú, cubos-puzzle, polos naranja o limón de la marca Miko, Don’t worry be happy: recuerdos de una infancia de piscinas donde por primera vez escuchamos la canción de una Venecia que se había degradado de Lord Byron a Hombres G. De todos modos, había más humor. Joven conservador, siempre preferí a los polis que a los cacos y no recuerdo más lágrimas que las de la colonia Álvarez Gómez al caer sobre los ojos. Era también la edad de las cabañas, de las novelerías con Playmobil y de saberse el nombre –niños taxónomos- de absolutamente cada coche: tener televisión en el cuarto era contravenir las normas y copar el teléfono portátil de la casa delataba un inicio de vida social, de afectividad primaria. En mi colegio de coeducación -una institución ortodoxa con gripe de heterodoxia- no había infierno: era la manera de decirnos, tal vez, que en esta vida daba igual ser la Madre Teresa o el Padrecito Stalin. A los once años, me veía viejo para las Gameboys, artilugio ya de otra era antropológica. Lamento no haber conocido OH Madrid pero también tuve mis bermudas floreados y silbé alguna music-cassette de los Rebeldes. Un montón de niños de cinco años amamos a Sabrina Salerno: boys, boys, boys, y, de pronto, tetas fuera. Había heroína y heroinómanos, casi una generación perdida, naturalmente por su culpa. Los españoles, antaño sobrios, descubrían el chándal de domingo. Al ver a mis sobrinos, pienso que fuimos los últimos niños que tuvimos que comérnoslo todo. Me entran melancolías: no por mí, por los demás. Tuvimos que tallarnos pero no tuvimos mili.

Iban a pasar muchas cosas, entre otras, una adolescencia, hasta que llegáramos a esos restaurantes con orquídeas y soft jazz, primeros pasos de una juventud que inauguramos en las tardes de RKO, sipping sanfranciscos, en un tránsito de la granadina a la ginebra con paradas por Alonso Martínez y Juan Bravo. Saturday Night, Scatman, nihilismo grunge: sinceramente, no creo que nadie tuviera mucho trauma con el suicidio de Cobain. Para entonces, ya toda España llevaba años comiendo esas chocolatinas de importación que ‘se deshacen en la boca, no en la mano’. Se puso de moda aprender el alemán, el chino de esa época. Tuvimos los mejores profesores y la peor formación: horas y horas de plástica, de pretecnología, sin que nadie hablara al muchacho despierto de las novelas de Joseph Roth, de la poesía Tang, de las diferencias entre el estilo Luis XV y Luis XVI: era una educación sin sentido patrimonial, sin héroes homéricos, no hecha para españoles ni para europeos sino para niños-cobaya, perfectamente programables. Tuvimos el doble trabajo de resistirnos al molde de esa educación y aprender solos las artes del criterio. Por suerte, el libro de mi infancia fue la Biblia.

La nostalgia es un amor ilícito pero el carácter sobrevive a cualquier cosa: ya un teólogo dijo que el problema de casarse con una época es que uno -al final- se queda viudo. A veces, da por pensar que la mejor manera de ser contemporáneo esté en ser un poco inactual.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato