Vida privada de la justicia en Iraq

Periodistas de Australia hicieron del dominio público una nueva serie de fotos sacadas durante las sesiones de torturas practicadas en la cárcel de Abu Graib, penal de triste fama, lo que provocó una oleada de protestas tanto por parte de los iraquíes como por la de los defensores de derechos humanos. Es sabido, además, que los informadores no se atrevieron a insertar las imágenes más terribles, por respeto a los sentimientos de los lectores. El Washington oficial reaccionó mostrando irritación: los culpables de recurrir a las torturas ya están castigados, y la publicación de más imágenes no hace sino echar leña al fuego, obstaculizar la consolidación de la democracia en Iraq. Es más, la Casa Blanca incluso protestó, arguyendo que hace falta respetar “la vida privada de los reclusos iraquíes”. Todo lo cual podría parecer gracioso, si no se tratase de una tragedia. Representantes de Amnistía Internacional manifestaron que desde hace mucho intentaban obtener del gobierno estadounidense información más detallada, fotos incluidas, sobre la situación en Abu Graib, con el fin de que fuesen castigados por los crímenes cometidos no los habituales chivos expiatorios sino aquellos altos mandos que cultivaban métodos de violencia y ultraje personal. O sea, que no se trata de la “vida privada de unos ciudadanos”, sino de la “vida privada” de la justicia en Iraq. Máxime cuando ese “caso particular” ha coincido con otro –también “muy particular”– en el que adolescentes iraquíes eran apaleados por soldados británicos, mientras un aficionado a las diversiones sádicas los filmaba en vídeo: en “off” se oyen perfectamente los comentarios jubilosos del que lo está grabando. Lo hecho por los periodistas es la perfecta puesta en práctica del principio democrático de libertad de expresión, nada que ver con la parodia de esa misma libertad en la que intentan ampararse los responsables del famoso escándalo de caricaturas. En el primer caso, la verdad salió a relucir para defender la dignidad humana, mientras que el segundo acto estaba llamado a ultrajar los sentimientos de los creyentes o, en el mejor de los casos, a aumentar la tirada de la edición; en el primer caso, las publicaciones pueden salvar vidas humanas, mientras que tras el segundo, la muerte de varias decenas de personas pesa ya sobre la conciencia de la prensa que insertó las viñetas. La guerra de Iraq prueba que en el siglo XXI el mundo no se ha hecho más limpio. El ejemplo de esa guerra es aleccionador aunque sólo sea porque permite ver cómo han cambiado las guerras civilizadoras desde la época del colonialismo. La diferencia consiste en que, en tiempos de Kipling, se organizaban campañas para apoderarse de especies o diamantes y sólo de paso se intentaba imponer a los aborígenes, con látigo y palo, las órdenes de los intervencionistas, para que éstos se sintiesen más cómodos lejos de sus hogares. Hoy en día, muchos políticos occidentales habrán llegado a creer que el colonialismo se vino abajo porque no hizo lo suficiente para educar a los indígenas, menospreciando el aspecto ideológico de la labor educativa. Será por eso que, actualmente, los occidentales primero intentan acostumbrar a los aborígenes a la civilización occidental, inculcarles los fundamentos de la democracia, y sólo después en el escenario aparecen los merodeadores de siempre. El proceso de reeducación se realiza según un programa simplificado y acelerado, porque los merodeadores meten prisa a los ideólogos, diciendo: “¡El tiempo es dinero!”, lo que no puede por menos que afectar a la calidad de la labor educativa. Por ejemplo, en Iraq, el ritmo al que se está inculcando la democracia deja pasmado a más de uno. Da la impresión de que no son los estadounidenses sino unos bolcheviques quienes irrumpieron en el país, lanzando el grito de guerra: “¡Adelante!”. Los ocupantes todavía no se han ido de Iraq, pero en el país ya se celebraron “elecciones democráticas libres” y han empezado a funcionar “instituciones democráticas independientes”. Esa prisa loca origina, es normal, tragedias y tragicomedias. Tomemos el proceso de Sadam Husein. En la pantalla de televisión aparecen un juez anémico, que representa a la justicia democrática (el juez es kurdo y ya por ese mero hecho odia al acusado, pero eso no les importa a los ocupantes, cansados, ansiosos por culminar el proceso y dictar un “fallo correcto”), y un Sadam enérgico, que parece vivir una segunda juventud, desempeñando a gusto el papel de “héroe del pueblo iraquí”. Gritando “¡Alá Akbar!”, el ex dictador acusa al juez (el segundo ya, al primero le fallaron los nervios) de todos los pecados capitales mientras el magistrado, extenuado, por enésima vez golpea con su pequeño martillo, tal y como le enseñaron al pobre en los cursillos de estudio acelerado de democracia, repitiendo la frase ritual: “Acusado, siéntese”. A lo cual Sadam, con aire triunfante, contesta: “¡Golpea en tu cabeza, traidor!”. Es uno de los episodios de la vida privada de la justicia en Iraq, esta vez, una farsa.

 
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