Vitamina B12

Era lo habitual en el café Ópera Prima de mi buen amigo Óscar. Con frecuencia recalaba algún marinero borracho armando gresca. En ocasiones coincidían varios al mismo tiempo, y aquello parecía un consejo de ministros. Las suyas no eran borracheras comunes, sino verdaderos delirios etílicos, forjados con los años en sus cuerpos flotantes y reiteradamente tatuados, fraguados por la crudeza de alta mar. Así que aquello no era una turba de adolescentes haciendo ahogadillas en una sangría de pizzería pija, sino hombres más bien asilvestrados, desbocados por el whisky, tozudos en sus razones, e implacables en sus argumentos.

Solían pedir las copas con ansiedad. La castaña empezaba con un temblequeo en las piernas. Cada vez golpeaban más fuerte el vaso contra la barra para pedir más alpiste. Cuando el Ópera era el bar de moda, a las niñas bien no les gustaban nada los ademanes de Jack Sparrow de nuestros primos de la cogorza. Pero ellos a lo suyo. Llegado el penúltimo vaso, el de la vista nublada, dos eran los sentimientos que afloraban en sus discursos: el amor y la justicia. Nada más noble, en su justa medida. Nada más cansino, en su desproporción.

El amor se materializaba en alguna declaración improcedente, en el momento más inoportuno. Generalmente, sin encomendarse a ningún santo. Solían lanzarse a por la novia del dueño, los días más tranquilos, y a por la del cliente más robusto, los días de tempestad. Después, lo de siempre. Los gritos, las amenazas. En fin, las cosas de los borrachos. Y cuando no surgía el amor, aparecía la justicia. Entonces los discursos alcanzaban gran altura política. Hablaban de Franco como si hubiera muerto anteayer. Recuerdo uno que aseguraba que se le aparecía cada noche en el barco. No lo contaba con pavor, sino con cierta ternura. “Esto con Franco no pasaba”, gritaba indignado. Y se refería a lo suyo con el vino, el muy sinvergüenza. Otro, en cambio, solía citar a la vieja guardia socialista con entusiasmo. Lo suyo, como lo de algunos diputados, era la lucha de clases y el whisky. Pero sobre todo la lucha de clases, al contrario que los diputados.

Con el tiempo, nuestro punto de reunión cultural se convirtió en un imán para estos beodos tan aparatosos. Caían los sábados y domingos al romper la tarde. Y sus visitas resultaban cada vez más problemáticas. Más de una vez tuvimos que echarlos a patadas. Todo ello respetando las más elementales normas de ciudadanía, claro. “Querido parroquiano”, argumentábamos llegado al extremo, “acogiéndonos a nuestro derecho constitucional a seleccionar a la clientela de este café, le rogamos encarecidamente, desde la firmeza institucional, que abandone el local de inmediato, para que las cosas transiten por cauces democráticos, y podamos llegar pronto a un acuerdo bilateral”. Si la negociación se atascaba, siempre había algún cliente de sangre caliente dispuesto a matizar lo dicho citando a M. A. Barracus: “De lo contrario, estaremos encantados de abrirle la cabeza, por si hubiera alguna pieza suelta que soldar”. Y resonaban entonces algunas risas malévolas.

Todo esto viene a cuento de los tumbos del Gobierno. Zapatero ya es como esos borrachos gallitos que arman bronca en el bar y que, cuando los echas a la calle, en el trayecto de retirada, se agarran a los clientes, golpean las sillas y las mesas, insultan a las chicas, y arramblan con todo lo que encuentran sobre la barra. Ahora que su desgobierno ha alcanzado increíbles cotas de incompetencia, en su camino hacia la puerta de salida, pretende destrozar lo poco que queda en pie. Son los postreros coletazos de su levedad.

El último berrinche ha sido patear de nuevo a la familia, como si no hubiera asestado ya suficiente puñaladas a esta ilustre institución. Que al Presidente no le gustan las familias normales lo comprobamos el mismo día en que ganó las elecciones. Lo respeto. Cada uno tiene sus fantasmas en casa y en su cabeza, y tiende a pensar que los propios son los mismos que se le aparecen a los demás. Lo que ya no comprendo tanto es su empeño en hacer el ridículo reiteradamente en el telediario. La quijotesca escena de Zapatero peleando a brazo partido contra el libro de familia, me recuerda a ese pobre borracho del Ópera Prima que, impotente después de haber sido expulsado del bar, se afanaba en agarrarse al surtidor de cerveza, tratando de arrancarlo y llevárselo a casa como trofeo, berreando como loco: “¡Si no bebo yo, aquí no bebe nadie!”.

Por eso me temo, Presidente, que la resaca de sus últimos coletazos será terrible. Le regalo un consejo: B12. La venden en farmacias. Que lo del café con sal es una cochinada para niñatos piripis. Y además, no funciona.

 
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