Ser de Zaragoza – Zarzuelas heroicas – La Ontina, La Granada, etc.

Ser de Zaragoza es una de las cosas que nos hubiera gustado ser en esta vida aunque al final nos conformemos con integrar la modesta diplomacia del barrio del Retiro. Uno es de Zaragoza y ya puede avanzar como un hombre por el mundo, con autoestima propia y admiración general, con radical satisfacción por los orígenes y ese invisible señorío que también tiene quien nació –por ejemplo- en Córdoba o en Toledo. Ser de Zaragoza es una importancia, una perfección constitutiva y biológica que incluso daría rentas si el mal mundo se rigiera por la justicia del honor. Son muchas las generaciones de heroísmo que evitan los dejes pusilánimes, la endeblez de la raza, la necedad hereditaria. En este país hay muy pocas categorías que igualen la solidez que se condensa, admirablemente, al oír o decir la frase “una buena familia de Zaragoza”. Otra ventaja es que no tiene mar.   Ser notario en Zaragoza es lo que uno conceptúa como una vida feliz, plena, tranquila, relajada, pacífica, congruente. En todos los pueblos de España hay una calle reservada a los notarios y en Zaragoza esa es el paseo de la Independencia. Por allí pasearíamos en domingos de soles y palomas, con la tranquilidad de estar suscritos al Heraldo y ese aire respetable que  lleva a que los conocidos se paren a saludarnos por la calle. Allí en Zaragoza nos haríamos viejos junto a la hija de algún prohombre de la industria local, tendríamos trato de privilegio en el Gran Hotel y -como vanidad última- recibiríamos la invitación al palco de la Romareda aunque luego el fútbol se resuelva entre bostezos. En caso de tedio, uno siempre se puede presentar a concejal.   Ser de Zaragoza es una aspiración razonable porque Zaragoza es una ciudad razonable, con todo lo que resulta necesario para la vida moderna: calles burguesas, bares de hotel, barrios de inmigrantes, humedad escasa, fuerte presencia militar, tiendas de Loewe y restaurantes que cambian la carta con fidelidad a la estación. Tampoco se desdeñan los paseos de romanticismo junto al río, mientras la tarde cae con cromatismo intenso –rosa, violeta, naranja salmón- sobre las torres de El Pilar. Por matemática divina, cada día hay allí alguna conversión a lo Claudel. El ideal, en fin, se resume en vivir en Zaragoza y morirse en la cama; en ser notario y –como quería Flaubert- soñar con odaliscas.   Hoy se puede llegar a Zaragoza por tren a velocidad cibernética, pasmados como zulúes ante el apogeo de la obra pública que levanta puentes donde la naturaleza dice que hay desfiladeros. ¡Qué no hubiese pensado un Paul Morand, el propio Joaquín Costa! Lo cierto es que la lógica zulú dice que es mejor morirse en tierra por tren que llegar desde el aire por avión, y por eso la máquina portentosa se desliza sobre los rieles hasta esa nueva estación de ferro-carril que los arquitectos olvidaron calefactar. Tras media vida de leer sobre tartanas, a uno estas cosas –los trenes, las autopistas, los camiones enormes, el progreso- le llenan de admiración y primitivo espanto. Se llega a Zaragoza tras ver la dureza geológica de Aragón, la primavera que levanta en el suelo floraciones de piedra y de ceniza. Al bajar del tren, el espíritu se encoge y hace la salutación de la zarzuela:     Por fin te miro, Ebro famoso, Hoy es más ancho, Hoy es más ancho Y es más hermoso.   Es en la precisa esquina de las calles Independencia y Heroísmo donde uno de pronto siente la revelación, la profunda epifanía de una ciudad que tiene en su nomenclátor estas calles con más justicia que ninguna otra ciudad. Pensamos en el arrojo de Palafox, en los franceses de rapiña, en la ciudad que fue episodio nacional de tanta gloria, porque “entre las ruinas y los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde”. Nunca tuvo más empuje la prosa de Galdós. Aquella bravura se hizo popular, precisamente, con la zarzuela:   Los de Aragón no pueden olvidar; Los de Aragón no pueden transigir; Los de Aragón no pueden perdonar.   Hoy los tiempos son menos exigentes y el pintoresquismo es, como en todas partes, el pintoresquismo de los zaras. Pese a todo, en la ensoñación épico-militar de la infancia, Zaragoza es todavía el lugar donde uno puede meterse en un autobús y ver por el pasillo la oscilación de los fajines de los generales conforme al ritmo de los vivaespañas. Al margen de esto, en cualquier ciudad uno se queda con las tonterías: el rótulo que decía “Bar Brasil”, la confitería “flor de almíbar” o la imagen de San Homobono, patrón de los sastres. Zaragoza, siempre: mudéjar y neomudéjar, con sus palacios sobrios, con los artesonados que dejaron americanos y franceses, con las fisonomías de Gargallo que uno se encuentra en cada rostro después de salir del museo Gargallo, por pura sugestión. Qué maravillas no puede hacer un río a la puerta de casa, el Cierzo que todo lo absuelve cada noche.   *     *      * Con su esplendor de escayola, el Gran Hotel seguirá siendo el hotel de Zaragoza aunque ahora tenga cuatro estrellas y no cinco. Desconozco si es o no es el hotel de los toreros. A mi juicio, también tiene el mejor comedor de la ciudad –La Ontina-, con ambiente de conservatorio burgués y una selección de los buenos aceites de la zona de Alcañiz. La aceituna empeltre –negra, arrugada, alargada, irregular- tiene una indudable presencia primitiva y rústica. Allí en La Ontina tomamos el cabrito moncaíno con calabaza y cuajo, pura ternura y sublimidad. La Granada es un restaurante de pretensión más moderna, lo cual implica que los camareros visten de negro y consideran lo adecuado mirar a la clientela con cara de borraja. Pese a la decepción, las mollejas con cigala real fueron un plato del todo perfecto y memorable, y sentí un remordimiento grande por no dejarlo sobre la mesa para ir a aplaudir al chef. Otra decepción es que estos restaurantes no llenen ni en el propicio mediodía de los sábados. El otro gran restaurante de Zaragoza es el Aragonia Paradís, donde pueden sacar las más raras botellas de moscatel de Cariñena y un carro de quesos de Aragón –Tronchón, Radiquero- que por desgracia viajan poco. Casa Emilio, con su elocuente ternasco, es una opción folklórica con vino joven de la provincia –Aylés, Solar de Urbezo- y un servicio que tiene un acento aragonés absolutamente académico. Los precios son de los setenta –un robo y un escándalo- con copas de duralex pero también con alegría y con honestidad. Al lado de la Alfajería, da la sensación de que Labordeta almuerza y cena en Casa Emilio cada día aunque sólo sea para decorar. Bole es, en Zaragoza, el restaurante de modernidad amable y décontractée, donde el dueño vende riesling alemán pese a que en Zaragoza, como en todas partes, hay que vencer escepticismos. Allí recuerdo unos ravioli rellenos de longaniza de Graus que me confirmaron que la longaniza aragonesa –de Huesca o de Teruel-, pequeña y estrecha, de producción declinante, es algo de más sutileza y finura que su primo hermano el fuet catalán. En cuanto al vino, fueron muchos los años de aquel ínfimo granel de Cariñena que siempre aparecía en los problemas de decalitros y hectolitros, mezclado al vino de Yecla o de Jumilla. Hoy en Cariñena, en Calatayud y en el Campo de Borja se hacen vinos tan sobresalientes como el Fagus de Coto de Hayas, que dejó boquiabiertos y sedientos a nuestros primos franceses en la última cumbre bilateral. Quien sienta la atracción de la rareza, puede optar por cualquiera de los vinos de Venta d’Aubert, con la firma de dos extranjeros locos que se instalaron en el Bajo Aragón por la superpoblación de la Toscana.

 
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