El último bar, o el bar de los últimos - ¡Náufragos del mundo, uníos! - La hora tremenda de volver

El último bar es un bar inglés pero con escudos del Atleti y una imagen de la Virgen del Rocío que cualquier noche llorará no por los pecados de los hombres sino por su pequeña condición. El último bar cierra tan tarde que jamás lo hemos cerrado y es el lugar más triste de mi calle y eso que mi calle es la del hospital de los niños con cáncer. En algún momento de la madrugada, ya de recogida, parece una buena idea tomar la última –las últimas- en el último bar, como si uno volviera a una casa con lumbre y no a ese vaso de tubo que tiene la forma de los salvavidas. Suenan canciones de amor, siempre con su veneno de tristezas. El último bar tiene una vitalidad parecida a la del bar del tanatorio.

Son momentos en que la razón geométrica abdica y deja paso al pequeño animal emotivo que llevamos por dentro, nostálgico, salaz, incompatible con un horario de oficina o esa rectitud que los romanos atribuían al buen paterfamilias. El último bar es el lugar de la vida secreta, cuando el centésimo gin-tonic tiene el efecto de un viático, mañana no amanece nunca y unas patatas fritas matan el hambre de desesperación de quien cenó hace muchas horas. En realidad, el último bar es el bar de los últimos, de tantos a los que -súbitamente- se nos ha hecho demasiado tarde para todo, de los que olvidaron la responsabilidad como quien arruga un papel. Es el instante para un último esfuerzo en la alegría o directamente desabrocharse el corazón. A ciertas horas, es sabido que la vida sólo puede ser o una maravilla o un desastre.  

¡Náufragos del mundo, uníos! En la barra están los solitarios que hay en todas las barras de todos los bares de este mundo y el género de camareros que hace ya muchos años que no se asustan de nada. Uno va al baño y otros comenzamos a mirar alrededor: un neón verde agua, el botellón de ‘Magno’ que regaló un representante hacia 1985, un espejo de whisky cien Pipers que –según la leyenda- se hace en Álava, materia de miseria, esos benjamines de cava con un dedo de polvo como un erotismo para pobres.

En el karaoke, alguien canta llamando a Noelia en una versión –magnífica- con arreglos de organillo, mientras en la pantalla aparecen dos jóvenes en trance de romanticismo feliz, en amplio contraste con tanta gente que se bebe su pena con el extra de pena de los hielos ya aguados. Ahí está el chico con pinta de comercial de Cofidis, la señora que mañana fichará en la tesorería de la Seguridad Social, el hombre panzudo que viene a gastarse el traspaso de una salchichería en la glorieta de Embajadores. Al norte de la barra bosteza una chica, demasiado mayor –tal vez- para llamarse Tania. Alguien pierde la capacidad de bipedestación y llegan unos malotes surgidos como por emanación de cualquier lugar que todavía debiera considerarse bajos fondos. No es raro que se arme algo de bronca. ‘Y mi Dulcinea, dónde estará’: Julio Iglesias canta y un viejo todo lo baila como un pasodoble.

Esto no es Gabana, aquí no toma copas Rafael Medina: en un recodo entre la canción de Mecano y la ginebra, uno puede preguntarse por el quién soy o hacer la cuenta del ‘errado proceso de mis años’. ‘No somos nada’, nos decimos, ‘no somos nadie’, y no nos damos cuenta de que esa es la expresión vehemente de un deseo, dramatismos de mala barra y alta madrugada. Miramos el gesto de los vicios, la fealdad de cada rostro, el pecado perseguido o conseguido, la hora mínima que abatió toda esperanza; y allá donde el mundo estaba perdido nos decimos que hay una rara misericordia en todo esto, un consuelo en la noche del túmulo, un acogimiento para nosotros, fatigados hijos de los hombres; nosotros, que nada hemos temido salvo la hora tremenda de volver.

 
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