Las barras del Negroni - Disertación muy breve sobre cócteles amargos

Josep Pla dejó dicho que el brandy español había causado más bajas que la guerra civil y es posible que el campari-vodka hoy lleve a mucha gente a la prisión. Con cierta alarma, un barman italiano nos comenta que en Italia resulta de mal tono pedir campari-vodka pues al parecer es la bebida de los heroinómanos cuando falta la heroína. Se supone que causa un efecto similar. El testimonio del barman no nos echó atrás, acostumbrados como estamos a que nos llamen cosas mucho peores que heroinómanos. Por otra parte, uno cree a ciegas en la palabra de un barman –que es el único sobrio del lugar- pero no tanto en la de un italiano.

Como sea, la parte bebedora de la humanidad ha buscado incansablemente aportar énfasis alcohólico al campari. No es algo que guste comentar en público pero a veces su graduación –sí- se queda escasa. Un aperitivo de hotel y de verano se resuelve en el paso de brisa de un campari con tónica o con soda –un paso muy parecido al de un Alfa Spider. Pero una noche que amenaza noche requiere un empuje mayor. Es ahí donde surgen los problemas: a mí, el campari vodka me parece muy esquemático y a mis años tampoco sé si conviene tanto caballaje. Con todo, hace poco lo recomendé a un amigo en busca de sensaciones y, al parecer, la noche fue terrible, por supuesto más para los demás –para las demás- que para él. Eso le pasó por beberlo de madrugada: como casi todos los amargos, el campari es bebida de aperitivo, salvo que uno quiera parecer –según leí en un viejo tratado de urbanidad- un contable que estrena vida social.

No sin conocimiento de causa, el fuste que necesita el campari se lo da –en mi experiencia- la ginebra. No son necesarias lecciones de coctelería acrobática: basta con poner los hielos, el campari y un volumen generoso de ginebra. Sacúdase con energía y alegría. Por cuestiones de química o de física que me encantaría poder explicar, el rojo cochinilla del campari queda sublimado en una especie de carmesí “monseñor”, que ofrece una textura gratamente glacial. No sé si este cóctel se llama Campari Shakerato o Campari Testarossa: podría mirarlo pero prefiero que se llame Testarossa. En el bistró de Arola nos sirvieron uno y fue la manera más imprudente de ponerse a cenar. Que no le falte el sol de su rodaja de naranja. En fin, el campari con ginebra es una bebida diabólica y, por tanto, seductora. O al revés.

En el término medio aristotélico está el Negroni, que es un paso más allá del Americano, bebida tan poco americana, incontable en las terrazas de París. En el gusto centroeuropeo por los amargos hay mucha sabiduría pues -refiere Ceronetti en algún sitio- el amargo ocupa el trono entre los sabores. El Americano es campari con vermú rojo y un poco de soda para que el asunto permanezca pusilánime. Cierto conde Negroni se puso melancólico al constatar que su Americano de cada día se le quedaba un poco escaso y, hombre admirable, solicitó al barman la adición de un tercio de ginebra. Ahí se abrieron los cielos y quedó hecho el Negroni. Para el Negroni, hay que huir como del pecado de las inquietantes ginebras contemporáneas y abrazarse a la sobriedad expresiva de las ginebras de siempre. De hecho, un argumento de poder contra las ginebras contemporáneas es que funcionan peor en la coctelería clásica.

El recuerdo del primer Negroni queda perdido en una niebla mítica de bares de barra dorada. Los últimos Negronis han sido en Più di Prima, a mi gusto el mejor italiano de la ciudad, con esa elegancia del norte de Italia reinterpretado en Nueva York. Più di Prima es un restaurante grande y a mí me gustan los restaurantes grandes, con comida acogedora, con trasiego de comensales y camareros: desde una mesa bien posicionada, uno ve el círculo de luz de cada mesa, las copas, la gente bien vestida en conversación cordial… Tanto tiempo después, ahí el Negroni nos hizo volver a una arqueología personal del gusto, a aquellas primeras barras de cuando teníamos cerca de veinte años, ay dolor. Con su cuerpo de golondrina prodigiosa, Audrey Hepburn –dicen- se tomaba dos Negronis. Es la posología.

 
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