Los cadáveres de Zapatero

Tiene la frialdad y el instinto asesino propios de un “killer”. Acumula en su armario varios cadáveres políticos: el último, Pasqual Maragall, pero antes del político catalán pasaron por ese duro trance, Nicolás Redondo Terreros, José Bono, Rosa Díez , Carod Rovira y todo lo que podría significar y representar el “felipismo” y el “guerrismo” dentro del PSOE. Zapatero no duda en asestar un golpe mortal a quien considera que ya no le sirve para su única obsesión: la permanencia en el poder.   El caso de Maragall resulta de lo más paradigmático. Gracias a los votos del PSC, Zapatero alcanzó en julio del 2000 la secretaría general del PSOE, en un Congreso en el que el favorito en todos los pronósticos era José Bono. Esa deuda con el líder del PSC, Zapatero siempre la reconoció y quizás por eso, aunque no solamente por eso, cuando en noviembre de 2003, en las elecciones autonómicas catalanas, CIU resultó ser el partido con más escaños pero sin mayoría absoluta, Zapatero apoyó desde el primer minuto los deseos de Maragall de formar un gobierno tripartito presidido por él, junto con Ezquerra Republicana e Izquierda Unida. De no haber recibido ese apoyo, Maragall seguramente se hubiese tenido que ir a su casa, porque a lo que no estaba dispuesto el político catalán era a hacer un Gobierno con CIU en el que la Presidencia de la Generalitat, lógicamente, hubiese correspondido a Artur Más.   Fue en la campaña de esas elecciones autonómicas, cuando Zapatero adquirió el famoso compromiso público ante Maragall y su gente de apoyar en Madrid el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña. Con lo que no pensaba Zapatero en el momento que hizo esa promesa era con que él iba a ganar las elecciones generales de marzo de 2004 y que, además, el texto del Estatuto que le iba a llegar desde Cataluña era manifiestamente inconstitucional, lo que obligaba a hacer una buena limpia en su paso por las Cortes Generales.   Pero esa poda estatutaria tuvo su coste político: ERC elevó el listón de sus exigencias respecto al texto, lo que unido a la visualización que la opinión pública estaba haciendo del excesivo poder de mediatizar la política que tenía un partido independentista como ERC, fue decantando la opción de Zapatero por entenderse con CIU para sacar adelante el Estatuto y preparar el futuro político de Cataluña, sin Maragall y sin ERC en el Gobierno de la Generalitat. Esto último lo consiguió cuando ante la postura oficial del partido liderado por Carod Rovira de pedir el “no” en el referéndum al Estatuto, Maragall no tuvo otro remedio que echar del ejecutivo a ERC.   La cabeza del actual Presidente de la Generalitat, Zapatero se la ha ido cobrando a plazos. Primero, cuando en dos ocasiones, desbloqueó la falta de acuerdo en torno al Estatuto, reuniéndose personalmente en la Moncloa y a espaldas de Maragall, con el líder de CIU, Artur Mas. En segundo lugar, haciendo que las terminales mediáticas de obediencia gubernamental empiecen a lanzar a José Montilla como el recambio natural y lógico de Maragall. Y la puntilla llega el pasado día 18, cuando los resultados del referéndum del Estatuto fueron claramente insatisfactorios por dos motivos: la alta abstención y que al fin y a la postre, solamente uno de cada tres catalanes dio su “sí” al Estatuto.   Que nadie se engañe. Si la participación en el referéndum hubiese estado en torno al 55 o 60%, Maragall no se hubiese ido a su casa y habría plantado cara a los planes de Zapatero de quitárselo de en medio. Pero con los resultados cosechados y conociendo las preferencias del Presidente para que en el próximo Gobierno de la Generalitat esté CIU, Maragall ha optado por arrojar la toalla.   Es decir, que en seis años, Maragall ha pasado de ser la pieza clave en la carrera política de, hasta julio de 2000, un desconocido y anodino diputado socialista por León, a ser un estorbo para aquel diputado, hoy secretario general del PSOE y Presidente del Gobierno. Unos podrán decir que esto forma parte de la dureza de la política. Otros pensarán, que a quien Dios se las de, San Pedro se las bendiga. Pero lo que queda perfectamente probado es el instinto criminal –en el terreno político, se entiende- del campeón del talante y de la sonrisa. ¿Alguien puede descartar a día de hoy, que ese instinto criminal no lo aplique algún día Zapatero, si fuera necesario para mantenerse en el poder, a personajes tan cercanos a él, como Rubalcaba, De la Vega o Pepín Blanco? Pues yo tampoco.

 
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