El champagne. Reflexiones triviales de un pequeño gastrónomo

Enero nos cogerá siempre con ánimo penitencial, vestidos de saco y ceniza, con los días plomizos, el dinero menguado y el culo más gordo después de tanto y tanto. El propio santoral celebra este mes a los muy extremados eremitas del desierto: santos Pacomio, Macario, Simeón Estilita, etcétera, quizá como una invitación. Es, de nuevo, el tiempo ordinario. Predomina en todo un sentimiento de retirada y a las once de la noche sólo queda el mendigo que se vuelve a dormir a su cajero. En los restaurantes hay aburrimiento y estiaje, por lo que el pequeño gastrónomo desdeña por una vez los ritmos del tiempo, hace la ronda y siempre encuentra mesa.

En fin; los dorados del champagne armonizan muy bien con el invierno y el confort de vivir puertas adentro, por lo que en enero también puede hacerse su alabanza. Como en las viejas teorías médicas, se trata de vencer al frío con el frío, y a la escasez y la precariedad con un poco de audacia y opulencia. El champagne es de las contribuciones más graciosas, ligeras y risueñas que nos han sido dadas para sobrellevar lo que la Salve llama valle de lágrimas y Schopenhauer, con menos esperanza, llama péndulo entre el dolor y el sufrimiento. Con el champagne, la trama de la afectividad se simplifica y a la vez se hace profunda: nos gustan más las cosas que nos gustan pero al mismo tiempo hay más cosas que nos parecen menos necesarias. El champagne tiene la atribución casi milagrosa de ser tan bueno que no puede tener efectos malos: por ejemplo, sobre la salud. Según María Antonieta, tan subestimada, es el único vino que mantiene en su belleza a las mujeres después de beberlo. Está comprobado que el champagne y una dieta rica en grasas dejan sobre la piel un brillo saludable. Hay una conexión siempre cercana entre el champagne y la juventud. Con el champagne se demuestra otra vez el aforismo de Brillat-Savarin, según el cual un plato nuevo o un vino nuevo aportan más a la felicidad humana que el descubrimiento de una estrella.

En términos enológicos, el champagne es –de nuevo- tan milagroso como los vinos de Jerez, y a los vinos de Jerez nada les ha faltado más que ser más caros. Como todo lo que se entiende convencionalmente lujoso, el champagne no conoce épocas de carestía, por lo que –según muestran las películas- entre las ruinas de un bombardeo siempre habrá un inmoral dispuesto a descorchar una botella. Claramente, las penas con champagne son menos. Uno hace tiempo que bebe bastante champagne y sin embargo la mayor admiración va hacia las bodegas centenarias, empresas admirables, capaces de dar un significado espiritual a algo que es paciencia y providencia pero también pudiera ser puro granel, producto agroalimentario, como por cierto lo es en algunos sitios. En los últimos años, las ventas de champagne han hecho muy felices a los dignos herederos de las casas familiares Pol Roger, Krug y Louis Roederer, al tiempo que los directivos de las grandes firmas –LVMH- podían tomar baños en dinero. En el auge del champagne hay no poco de esnobismo pero en gastronomía es inevitable ser reaccionario o ser esnob, o las dos cosas a la vez, de modo que simplemente basta un respeto por las verdades eternas. Por ejemplo, que el champagne puede alcanzar una calidad reverencial.

El champagne Cristal de Louis Roederer ha sido ejemplo de lujo desorejado y a los dueños de esta respetable firma les ha generado enormes problemas el gusto de los raperos americanos por su champaña. Ahí era difícil ser prudente por lo que las declaraciones de los bodegueros al respecto sólo generaron más problemas, a consecuencia tal vez de tanta distancia que separa a un bodeguero francés y patricio de un joven hip-hopero de extracción baja y afición por el coleccionismo de zapatillas deportivas. Según me comentaban, en los polígonos industriales que rodean Madrid ha habido estas Navidades inundaciones de Dom Pérignon, cuvée de prestigio de la casa Moët. Aquí estamos lejos de la sofisticación de los zares, para quienes Roederer embotelló Cristal en botellas transparentes: se trataba de diferenciarse de la corte, de observar indicios de veneno y de que no se ocultaran dagas en las botellas. Los zares solían tomar Cristal en sus embarcaciones de recreo, de donde también colgaban esturiones vivos que se sacrificaban si acaso empezaba a apetecer un poco de caviar –en el caviar es muy buscada la frescura. Hoy por hoy, la Casa Real británica sigue distinguiendo con su ‘royal warrant’ a casi todas los grandes viticultores de la Champaña, por más que el Príncipe Carlos tenga su predilección exclusiva por Laurent-Perrier, famoso ante todo por sus rosados. En el ‘bolsillo privado’ de Su Graciosa Majestad, en cambio, figura tan sólo Pol Roger, clásico del conservadurismo desde que, en 1944, Sir Winston Churchill decidiera serle fiel. La norma más o menos aceptada implica que uno debe escoger su champagne y tener claros los gustos y los odios, generalmente arbitrarios. También es importante la dicción correcta de la palabra Taittinger, pronunciada no a la alemana sino a la francesa, como siempre hacen los franceses. En este género trivial podríamos indicar cuál es el champagne predilecto de Madonna, pero para qué. Reseñemos a cambio la afición por el rosé de la viuda Cliquot que tuvo la Reina Madre y la devoción por el Dom Pérignon, también rosado, de algunos oscuros dictadores africanos.

Con la fama renovada del champagne surgen las manías y es muy del día preguntarse por los pequeños productores o el elaborador secreto que vende a precios honrados y aún ara con bueyes. Entre los primeros genera temblores de gozo, con justicia, Jacques Selosse, con champañas potentes y vinosos, de rara persistencia y mineralidad. Su ‘Substance’ está a la altura del nombre, si bien estos no son champañas acordes con lo esperado sino más parecidos a un Meursault. En un estilo más intemporal, más en la pauta del clasicismo consolidado que en la vuelta a las raíces, están las grandes casas: tras una purga muy exigente, al final hay que quedarse con la terna de Dom Pérignon, Krug y Roederer. Es una elección muy quejosa porque quedan al margen la viuda Clicquot, Pol Roger, el Bollinger Vieilles Vignes Françaises, glorias coronadas y absolutas. Del Brut Impérial de Moët a estas alturas de sublimidad hay hondas diferencias, como van del menú del día al gran banquete. Pese a todo, hay un consenso general en apreciar que es Salon, elaborador tan sólo de blanc de blancs, quien se lleva el lauro eterno. El Salon de 1995, tan joven todavía, bien merece sin embargo esa inhabitual ceremonia del sabrage, procedimiento harto ceremonioso de descorchamiento mediante un golpe de sable y con reputación de más finura que cortar la tarta nupcial con acero toledano.

 
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