Aquellos chistes nefandos

Eran repugnantes, pero en el fondo nos hacían gracia. La mala conciencia nos provocaba un mohín de rechazo, y sin embargo no dejábamos de escucharlos con una risa sardónica, malsana. Nos debatíamos entre la repulsión y el deseo vergonzante de que nos contaran otro.

Me atrevo a hurgar en estos lodos solo porque la propia Irene Villa ha hecho referencia a la cuestión, con un sentido del humor encomiable. Al final de su libro Saber que se puede, que ahora se publica en reedición ampliada, afirma lo siguiente: «Como dice uno de los numerosos chistes inspirados en mí, lo único que no hago en el agua es pie. Aunque prefiero el que me describe como la mujer explosiva». Concluye que «un gran número de españoles aprendió lo que era el terrorismo contando chistes sobre mí».

Quiero pensar que en esencia esa interpretación magnánima es cierta, aunque en ella se omita el légamo de crueldad en que chapoteaban aquellos chistes. Más que para aprender lo que era el terrorismo, diría que sirvieron a muchos españoles para sobrellevarlo. Quiero creer que fueron una manera, desviada y atroz, de conjurar el miedo, de apartarlo histéricamente con una risotada de poso amargo.

¿En qué situación surgieron aquellos chistes? ETA atentaba con asiduidad desoladora. El 17 de octubre de 1991, día en que Irene Villa y su madre María Jesús González sufrieron sus graves heridas, la banda asesina colocó tres bombas en Madrid. La amenaza se percibía en cualquier parte. Una niña de doce años había perdido las dos piernas cuando se disponía a ir al colegio. Por entonces, yo también tenía doce años, y en mi ruta hacia el colegio debía dejar a un lado el edificio de la Capitanía General, en Burgos. Cuando llegaba a la plaza de Alonso Martínez, aceleraba el paso.

Tenía miedo. Y es ese sentimiento el que quizá explique por qué demonios me reía cuando escuchaba aquellas barbaridades sin ninguna gracia. Por qué nos reíamos tantos. Era el humor enfermo de una sociedad enferma. Era la terapia torpe y brutal de quienes sabían que acaso iban a ser los siguientes. Era otra vez la eterna carnavalada trágica de los cuadros de Solana, con la muerte danzando ahora al son de música de metralla.

Lo importante es que hoy ETA está acabándose y que Irene Villa, la persona –no el personaje, no la tosca expiación que aquellos chistes nefandos crearon a la medida de nuestros temores–, se muestra feliz. En el 2011 prescribe la causa de su atentado sin que ningún terrorista pague por ello. Optimista irremediable como es, vuelve a ver el lado positivo: de ese modo no tiene a nadie a quien odiar. Además, este va a ser el año de su boda. Desde aquí, y en nombre de cuantos quieran sumarse, pido perdón por lo pasado y le expreso mis mejores deseos para el porvenir.

 
Comentarios