Le cito

Silba con suavidad la brisa de media mañana, levantando la esquina de la servilleta de “gracias por su visita”. El sol cae con alegría sobre la mesa blanca y me deslumbra a golpes, al son del baile de las hojas de los árboles que cubren el jardín. Y el reflejo roto del vaso de cerveza lo tiñe todo de mil tonos de amarillo. La tortilla, española. Ese pan caído del cielo. Migas que vuelan y unos pajarillos que se las disputan hambrientos al pie de la mesa. Aroma a hierba recién cortada. El hocico orientado al gran astro, en busca del bronceado perfecto. La mente viajando de oasis en oasis. Los pulmones llenos del frescor primaveral, como en un anuncio de El Corte Inglés. Los pies en alto, la espalda en cuesta. Los codos levemente flexionados. Los ojos entornados. Y lentamente, tecleo.

Lo sé. Ustedes no se dan cuenta de lo increíblemente dura que puede resultar la vida del columnista. Aquí, bajo el sol de mayo, acunado por las burbujas de esta cerveza helada, y sedado por las fragancias florales que llegan del jardín contiguo, cualquiera se entregaría al vicio de la pereza. En cambio yo, como un solo hombre en primera línea de fuego, valiente y heroico, tecleo incansablemente con una sola mano, estirando el dedo índice hasta el infinito sin importarme el riesgo de desgarro muscular. Clac, clac, clac.

Lo normal hoy sería hablarles de la situación económica del país y recordarles, una vez más, que vamos todos a morir. Sí. Pero si la muerte ha de sorprenderme, prefiero que sea aquí, entre los alegres cantos de los jilgueros, y el olor a vida, justo después de la siguiente ronda de cerveza. No me quita el sueño ni el tránsito de la muerte. En realidad, no consigo que nada me quite el sueño en este momento y eso empieza a ser un problema. Ni siquiera la obligación de tener que llegar hasta el último párrafo antes de sucumbir al sopor mañanero; bajo riesgo, eso sí, de calcinarme, que este sol no perdona.

Como si fuera un columnista honrado, debería estar ahora llorando por España y sus enemigos, que no están fuera sino dentro. Debería, tal vez, lamentar la marcha de la economía, la propia y la ajena, la inseguridad laboral, y todos los males del mundo juntos. Pero no. No me sale. Confieso que todo me importa un pimiento mientras pueda beber trago a trago estos pequeños placeres de la vida que con tanta frecuencia olvidamos, enfangados en el tétrico reloj del día a día. Chesterton sabe de lo que hablo.

Así que aquí me tienen, en épico servicio al periodismo. A pie de campo. Analizando sociológicamente una terraza española a la hora del aperitivo. Cambiando de postura cada ratito para lograr un bronceado regular. Que luego tienen que volver a fotografiarme para la próxima campaña del libro ‘Yo maté a un gurú de Internet’, y uno no puede salir con cara de idiota y la piel a listas; aunque lo primero no tenga fácil remedio.

Mueren las horas y repiqueteo en el portátil sin pausa, pero sobre todo sin prisa, pensando si la siguiente tapa será de tortilla o de calamares. Que de vez en cuando hay que apagar el mundo un rato y hundirse en un parque, o en el mar, o en el bosque, y respirar. ¡Respirar! Alzar los ojos al cielo azul y dar gracias a Dios. Porque aún estando tan mal, estamos tan bien. Gracias a las pequeñas cosas que tenemos al alcance de las manos, justo detrás de nuestro vaso de agua medio lleno. Casi siempre, detrás de ese triste vaso de agua, hay una jarrita de cerveza tapizada con pequeños cristales de hielo, y un motivo para brindar.

Cae a plomo este sol tratable, educado, propio del mes de mayo, afinado por una brisa sureña perezosa, que a ratos se subleva con timidez. El camarero me acerca un periódico, por si quiero inspirarme con algo interesante para este artículo. Lo cojo, amablemente. ¡Zas! La mosca por fin ha muerto. Lo devuelvo. De fondo, suena Siempre Así en mi iPhone y me refresco pasándome la jarrita de cerveza por la frente. Temo la insolación. Crecen los jubilados en la terraza como ortigas en el campo. Y está bien, porque son tipos silenciosos.

Claudico. Se me caen los párpados. Me pesa el dedo índice. Busco desesperadamente el cincelazo de gracia a esta columna. Definitivamente, convocaré pronto una huelga de articulistas. Porque esto no es vida. Agujetas en el dedo. Una oreja roja, chamuscada. La tentación del holgazaneo, ante mis ojos. Y yo, entregado al tecleo incesante y virtuoso. Qué cansancio. Qué mañana. Qué sopor. Qué agotamiento.

- ¡Otra cañita, maestro!

 

- Otra cañita pa’l jeta del escritor. –responde el camarero, mordaz.

- Que sean dos. Una para mí y otra para su madre. –corto y cambio.

- ¡Marchando la de mi madre, señor Díaz! –entre risas.

- Muy amable.

- Aquí la tiene, y cíteme en el artículo. Y descanse, que le va a dar un sofoco.

- Descuide. Y le cito.

Itxu Díaz es periodista y escritor. Ya está a la venta su nuevo libro de humor «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

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