El clon de Robbie Williams

Sucedió hace algunos días. En una sala de esas en las que un día te topas con un gran concierto y al día siguiente el único protagonista es una pista de baile. Allí estaba él. Unos 20 años. Con su vaquero negro y su camisa negra con listas blancas diagonales entrecruzándose cada dos botones. Sólo los últimos estaban abrochados. El pelo cuidadosamente desordenado y debidamente engominado, para que no se ordene. Bailaba como un loco. El era el centro de todas las miradas y, en su grupo, le hacían corro. Con la mano derecha hacía un movimiento circular como si portase un bastón imaginario que incluso lanzaba al infinito y recogía después. Interrumpió un instante su improvisado recital para pedir algo en la barra. Al camarero le perdonó la vida con ese aire artificial de quien interpreta el papel principal de una película de capos. Bailaba todas las canciones de la misma manera. Le daba igual Amaral que Beatles. Sólo eran movimientos compulsivos e intensos esfuerzos por poner caras de psicópata. De pronto llegó “su canción” y abandonó su corrillo de amigos para ser el centro de toda la sala. Mientras sonaba se creció de tal manera que a duras penas resistía dentro de la camisa. Sus amigos le miraban con admiración y las chicas enloquecían a su paso. Apoyaba las manos en el suelo —asqueroso como casi todos los suelos de los pubs- y levantaba una pierna intentando algo que no le salía, pero tratando de evitar el ridículo con un rápido ademán. Después giraba señalando a sus amigos uno a uno, casi amenazando. Ya no había dudas. En realidad, hace minutos que me había dado cuenta. Frente a mi estaba un clon de Robbie Williams. De pronto, sus amigos comenzaron a abandonar la sala y él se puso con urgencia una sudadera horrible con un gran dibujo de Robbie en el dorso. Y se dirigió a la salida. Atravesé la sala observándolo y ya no era Robbie. Ahora era sólo Paco o Carlos o Juanito y su ídolo volvió de nuevo a resumirse en un dibujo de la sudadera. Por lo que pude saber, esos aires de matón de serie americana habían desaparecido y el respeto que sus amigos parecían tenerle en la pista de baile se esfumó en cuanto Paco, Carlos o Juanito se quitó la careta de Robbie. Su mirada de loco se enfocaba ahora al suelo y cabizbajo abandonaba por la puerta de atrás el ruedo de su faena. No sé que es peor. Ser el último mono en la pandilla de amigos o querer parecerse a Robbie Williams. Para quien no lo sepa, Robbie es una estrella peculiar. Hace años que en sus conciertos llena recintos inmensos en todo el mundo. Es un ídolo para adolescentes ingleses, americanos, españoles... Su estética es la de un hombre elegante, impecable, como esos mitos del cine americano antiguo. A pesar de su juventud —nació en 1974- su carrera está plagada de proyectos y éxitos. Entre el 1991 y 1995 formó parte del grupo Take That y después lanzó su actual carrera en solitario. Su vida, más pública que privada, se encarga de multiplicar la popularidad de sus buenas canciones. Hace dos semanas un medio español publicaba fragmentos de una entrevista con esta estrella del rock. El titular destacado de la noticia: “Me encantaba drogarme pero engordaba”. El artista está en un largo proceso de desintoxicación. Además de deshacerse de la adicción a las sustancias dañinas, debería meterse en un tratamiento que le hiciese consciente de la capacidad de influencia que tienen sus palabras en sus jóvenes fans. Pero él vive de la estridencia y no hay fácil solución. Entonces pensé en Paco, Carlos, Juanito o como se llame el pobre payaso que el otro día hacía el ridículo en la sala de baile y comprendí el peligro que supone para el correcto avance de la sociedad que alguien como Robbie sea un modelo a seguir en algo que no sea estrictamente musical. Robbie podría enseñar a bailar a Paco, Carlos o Juanito, pero nadie debería permitir que este insensato enseñe a vivir a otro insensato.

 
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