La dictadura de la incompetencia

«Las dictaduras tienen un problema de legitimidad de origen. Las democracias, no, “por la gracia” de las urnas», me recuerda, con su admirable clarividencia, la profesora, y sin embargo amiga, Elisa Chuliá.

Los poderes de hecho, es decir, los gobiernos de facto que no son producto del plácet de sus súbditos sometidos al yugo y las flechas, carecen de adversarios. Ya se encargan de ello los regímenes caudillistas ante cualquier incauto, sin aprecio por su vida, que se atreva a cuestionarlos. Basta dar un paseíllo por la “Cubalibre” de Fidel. Las democracias, en cambio, tienen que aprender a convivir con el inconveniente que supone la denominada “legitimidad de proceso”: desde el mismo día de la toma de posesión, los gobiernos necesitan legitimarse permanentemente frente a sus adversarios.

Hobbes residenciaba el principio de legitimidad de la sociedad política en el consentimiento; Locke, en el consenso de los miembros de la comunidad; Rosseau ponía la tilde sobre la libertad individual del hombre para aceptar la voluntad general; Maquiavelo aconsejaba a su príncipe de cabecera que “invirtiera” en granjearse el afecto de la gente; Kelsen cargó las tintas sobre la norma; Marx, sobre las ideologías. Y Weber vino a rizar el rizo teorizando acerca de la tríada de la autoridad política: dominio, obediencia y legitimidad.

Todo este rollo Macabeo, tan bíblico como petulante, pudiera contribuir a excitar, en un momento dado, el debate académico. Pero dudo, consciente de la premeditada carga demagógica de mi razonamiento, que ayude a cauterizar la hemorragia de parados y el déficit público. Por eso, más allá del discurso de la dominación, de delirantes pajas mentales y de los miserables cálculos electorales de un Gobierno inútil y de una oposición inane, toca preguntarse si están cumpliendo con su cometido, como “proveedores de legitimidad”, los medios de comunicación blanditos y los sindicatos castrati.

Y digo esto porque no es una elucubración calenturienta, sino una amenaza real, el peligro de que acabe prosperando en España un modelo clientelar preocupante importado de alguna república bananera (y no es sueca) donde los señoritos con derecho de pernada acostumbran a amansar a las fieras por la chusquera vía intravenosa del apesebramiento económico.

¿Existe el riesgo de que, en una suerte de mamoneo infame, medios de comunicación y sindicatos, en lugar de contrapesos fiscalizadores del ejercicio del poder, se conviertan en “chaperos” del poder, o sea, en “mamporreros del poder”, o dicho más finamente, en instrumentos de la propaganda de Estado?

Una vez ganadas las elecciones, la legitimidad on time que necesitan las democracias durante el ejercicio de la acción de gobierno y de la labor de oposición, se la proporcionan los “media”, que o bien ayudan a “desactivar” cualquier amago de cuestionamiento por parte de la opinión pública, o bien contribuyen a estimular el descontento, por ejemplo, otorgando más crédito a la oposición que se postula como alternativa que al gobierno establecido.

Se plantea por lo tanto la duda de quién controla a quién, partiendo de la sospecha de que puede que sean los gobiernos democráticos los más propensos a controlar a los medios (y a los sindicatos), y no al revés, ya que los medios o bien participan de la ideología del Gobierno, en cuyo caso se convierten, de facto, en un órgano más de propaganda, es decir, en “los medios del poder”, o bien, aunque no compartan sus postulados ideológicos, renuncian a su razón de ser a cambio de asegurarse una serie de prebendas de naturaleza económica necesarias para su pervivencia empresarial.

A lo que vamos: ¿Están legitimados Zetapé y Rajoy para seguir haciendo alardes de su «mediocridad apabullante» (Anson): el uno instalado en Moncloa leyendo la Descripción de la mentira de Gamoneda, Cervantes a mi pesar; y el otro cantando el Fumando espero de la Saritísima Montiel en la azotea de Génova?

 

Contesto a la gallega: pues sí, o no. Depende. Lo que tengo claro es que ni el uno ni el otro son merecedores de adhesiones inquebrantables (prefiero a Sakira). El uno por estar esperando que escampe, y el otro por estar a verlas venir.

Mucho me temo que inmersos estamos en La dictadura de la incompetencia, título que con su permiso tomo prestado del extraordinario libro que ha escrito Xavier Roig. Como Chesterton, me quito el sombrero. Chapeau.

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