La semana de un joven educado: de Cuenca a la Fuente del Berro y de las setas a las dehesas

SETAS. Se abre la veda de la becada, comenzó la temporada de la trufa, los furtivos ya fatigan las dehesas en pos de amanitas de los césares de sabor rotundamente avellanado. Micológicamente, la estación avanza, según indican los guisos de “El Imperio” o el propio carpaccio de amanitas con su aceite verde, su golpe de pimienta y las lascas irregulares de queso parmesano. Añadamos aquí un tinto ácido y ligero, un blanco con madera. Aún quedan unos meses para que el bodegón de las abundancias se clausure con los ortolans que de contrabando se puedan conseguir. La ambientación gastronómica llega a la solemnidad y es el momento de los comedores recargados, las caobas oscuras, los conservatorios estilo vieja Europa, los hoteles que se llaman Métropole –o simplemente el bistró honesto de la esquina, con cocinero de carácter goliárdico. Las setas nos dan a la vez la plenitud del bosque y su corrupción y por esta época del año sale quien lleva en secreto la manía : el buscador de copinus comatus, por ejemplo, que paga su cuota en el campo de golf más caro de Madrid tan sólo porque los copinus prefieren las praderas abonadas. Los caddies, gente insensible, aplastan los copinus para que nadie practique por error su swing. Aun así, lo frecuente es que lleguen a casa inservibles y hechos tinta pero buscar setas es de las pasiones que menos hacen caso a las razones.   FUENTE DEL BERRO. Conventos de monjas, hospicios para pobres, establecimientos clínicos y educativos, parvularios-chalet: cifra y apogeo de los viejos muros de la arquitectura neomudéjar, tan favorecidos por la yedra y este amarillo-otoño que es del día. Dos calles de sereno microclima anticipan la Fuente del Berro, dos calles para abrir las embajadas de países elegantes como Estonia, Hungría, Eslovaquia, la Sildavia de Tintín o la República Oriental del Uruguay. La Fuente del Berro fue quinta de placer en la edad de oro de la afición botánica. Es algo que dicen los cedros del Líbano y del Himalaya, las hayas rojas, las erectas secuoyas, el palacio de un fasto sin exceso, la fuente del fauno cubierta de verdín. Esto ocurre a cinco minutos de la ceca de Madrid y del tráfico nervioso, a la hora de milagro en que las madres vuelven con los hijos que salen del colegio como escena de dulzura y de piedad: y algo nos tira y nos reclama porque anteayer éramos esos mismos niños con sus mismos pantalones de tergal, a la vuelta de Plástica o Gimnasia, en tardes que en todo fueron como esta, en otoños de Madrid idénticos y eternos. Es el gesto que basta para dar una consideración humana a la figuración cubista de las Ventas y la Elipa, residuos de un siglo de belleza mecánica. A cambio, hoy somos los señores que se fuman un Cohiba en su paseo posprandial, y ahí están los oros y los bronces del otoño, sus dones ya caídos, un monumento a Pushkin y un monumento a Bécquer –“Madrid a Bécquer”- de laconismo perfecto. Una maníaca pasea tres caniches y mira a los jóvenes pretenciosos que se fuman un puro sin saber que acabamos de salir del colegio y nos esperan en casa a merendar.   VIDA DE PARADOR. Vie de château, vida de parador, retiro recoleto en la provincia, con muchos pero doctos libros juntos y tantas tardes-noches de erudición en cárdigan. Despiértenme las aves tan sólo para ver cipreses aborígenes, palmeras foráneas, limoneros de interior de un olor casi irritado. Como el libreto de Luisa Fernanda, es “en una dehesa de mi Extremadura”. El cielo es azul líquido y toda la preocupación se resume en elegir entre riojas y riberas y el bombón para el café. ¡Plaisirs de la campagne, con el viejo braco que nos acompaña en el paseo! La tarde es un álbum de fotos para la revista Country Life. La casta Diana se baña en un regato y entre encinas corren ciervas de la Biblia y dríadas de Ovidio: en algún sitio pintó la escena Nicolás Poussin. Los cerdos gruñen como una indicación de felicidad; un toro monta a una vaca, ambos mugen y ahí está también otra felicidad. La tierra ya está verde tras el calcinamiento intenso del verano y huele a vellocino de cordero, a lluvia recién caída, a cálido excremento de animales, a cerchas de castaño que lentamente se corrompen en una nave vacía. En la cena, la tortilla es una categoría primordial y luego está la tertulia para oír historias de género fantástico, humanas o zoológicas y con frecuencia mixtas: por ejemplo, el hombre que zurraba a los caballos. El campo aporta el sueño de un oso y un hambre de tejón. Hay moscas de interior, tontas moscas de otoño que ya tiemblan por el frío, y a la noche perseguimos sin nobleza una salamandra por el techo. El antimaquinismo siempre se equivoca y hay más poesía en el agua corriente que en traer el agua de un pilón. ¡Viva el Iluminismo como luz eléctrica, calefacción y aire acondicionado! Tiemblan nocturnas las luces de Portugal, del otro lado del río, y no resulta difícil echar de menos algo que no sé.   POSTAL DE CUENCA. Amigo J.: Cuenca es un altorrelieve entre dos ríos y hay tantas cuestas que lamento haberme olvidado el pulmón artificial. C. ha dejado de fumar y está de un atletismo insoportable, heroico. L., a cambio, ha pensado que lo propio para visitar Cuenca era vestirse de pastora -determinación que encuentro muy plausible. Los concanos antiguos eran un pueblo guerrero que –según leo en la guía- mezclaban leche y sangre de caballo. La gastronomía de por aquí es tal vez la más arcaica del país pero también encuentro plausibles según qué arcaísmos: galianos, zarajos, gazpachos de pastor, atascaburras, ese morteruelo minucioso y concentrado como un manual -muy manual- de teología. Hemos visto los álamos de siempre en los ríos de siempre, la horadación de las hoces del Huécar y del Júcar, para mi tranquilidad igual que en las postales. El imperialismo se me dispara y pienso, con un lagrimón, que somos un gran país. No puedo evitar un poco de boutiquisme y me hago con dos ejemplares de “Psalmos para recordar”, colección “Granos de mostaza”: ¡esto está lleno de tentaciones! En fin, ya te daré el tuyo. Ahora mismo fumamos felices, la tarde es dulce, el sol es de camomila y la luz se concentra justamente en el lóbulo de la oreja de ya sabes quién –con un efecto, de nuevo, muy plausible. Hasta pronto, Ignacio.

 
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