Las enseñanzas estivales de Alfonso Ussía (I)

En agosto el calor se hace insoportable y con las altas temperaturas, la ordinariez hierve y crece hasta salirse del cazo. Hay un libro –más bien tres- de Alfonso Ussía, ilustrado magistralmente por Antonio Mingote, Barca y Gallego & Rey, que se vuelve imprescindible en esta época del año. Ha llovido desde su última edición pero recomiendo a los lectores hacerse con él aunque sea a cambio de diez o quince volúmenes insufribles –regalados habitualmente por gente que no lee y recomendados por gente que no sabe leer- de los que inevitablemente decoran toda biblioteca. Ebay puede ser un buen lugar para el canje. Decía que es uno y son tres, porque se editaron por separado pero posteriormente salieron de nuevo en una práctica edición de bolsillo –práctica porque se puede llevar encima y desenfundar, si es preciso, en el lugar de los hechos- bajo el nombre de “Los tres tratados de las buenas maneras”. Obra maestra del célebre escritor español, el único que ostenta el sorprendente título de ser el autor que más veces se ensalza, admira, encumbra, alaba, y enaltece a sí mismo durante sus propios escritos. Una simpatía y un dominio del sentido del humor literario que, aunque habrá opiniones para todos los gustos, yo no he encontrado en ningún otro autor español de los últimos años.

Explica Ussía, junto al título, que es un libro “para que no sea usted un cursi ni un hortera”. Muchos de los temas que trata en estos libros están directamente relacionados con la época estival. Mostraré algunos ejemplos.

Nada más empezar el primer capítulo el autor arremete contra los zapatos de rejilla y los “bañadores”, dos clásicos del verano. De los primeros dice que “ha llegado el momento de prohibir los zapatos de rejilla”, aunque reconoce que habría que hacerlo “por decreto”, con lo que concluye: “lo peor es que quienes redactan los decretos, cuando el verano irrumpe, lo primero que hacen es acomodar sus pies en zapatos de rejilla”. Sobre los segundos, el problema es diferente. Ussía simplemente mantiene que quien presume de tener, por ejemplo, un “bañador rojo” sólo puede estar haciendo referencia a que “dispone de un miembro del Partido Comunista para que le bañe”. Prosigue el autor: “Lo que se pone uno/a para no bañarse en pelotas en las playas, las piscinas, lo barcos y los pantanos es, sencillamente, el traje de baño”. Lo cierto es que estoy de acuerdo con el acreditado tratadista en todas estas cuestiones, menos en una. Conozco a todo tipo de personas, incluso capaces de bañarse en playas, piscinas y pantanos, pero no he tropezado aún con nadie que acostumbre a bañarse en el interior de un barco -con excepción de esos lujosos trasatlánticos con piscina en la última planta-. Sorprendente afirmación la del reputado escritor. Habrá que investigar esta cuestión para conocer con certeza si se trata de un iluminación futurista, que a quien esto escribe se le escapa por completo, o si es simple torpeza transitoria del creador del Marqués de Sotoancho, que no deberá tenerse en cuenta al valorar su impecable trayectoria.

El perro. El perro es una animal intrínsecamente ligado al chalet. O el chalet al perro. Y en verano, “chalet” y “perro” suelen darse cita en la misma proporción. A esto hay que sumar un nuevo componente, exponente máximo de las relaciones sociales veraniegas, que son las visitas de esos amigos que sólo vemos en verano. Tenemos el perro, el chalet, el dueño –de vacaciones- y una temible invitación a un desenfadado almuerzo. Ussía nos ilumina nuevamente con su perspicacia habitual, para afrontar con acierto esta compleja situación. Y lo hace en un capítulo llamado “No hace nada”. Se refiere, naturalmente, al perro, y va dirigido alto y claro contra los dueños de canes que se comportan con llamativa descompostura cuando respondemos afirmativamente a la invitación de almorzar en su chalet. Dice Ussía que “someter a un invitado a toda una explosión de ladridos, lametones, saltos, gruñidos y más gracias es sinónimo de profunda grosería”. Y sentencia poco después: “En la misma frase ‘no te preocupes, que no hace nada’ se encuentra la culpabilidad del imbécil”. Tengan cuidado con las invitaciones veraniegas a almorzar en chalet ajeno. Tomen precauciones si al llegar a la casa campestre, el perro de su amigo corretea, salta, ladra o intenta mordisquearle los bajos del pantalón. Salga corriendo, tan pronto como pueda, si quien hace todo esto no es el perro, sino el dueño.

No me resisto a hacer un paréntesis para comentarles la magistral recomendación de P. J. O’Rourke, que les resultará útil en el caso de que sufran ustedes el acoso de amigos, vecinos o compañeros de trabajo que, “aprovechando las vacaciones”, se presentan de imprevisto en su casa, una y otra vez, en busca de diversión. El autor de “Cómo tener la casa como un cerdo” dedica un breve apartado de su libro a “la perfecta cena de invitados”. En primer lugar razona con toda lógica, cuando la iniciativa de la cena ha partido de uno mismo: “¿por qué estropearla abriendo la puerta? Deja que la gente llame al timbre un rato y se marche sorprendida, pero probablemente aliviada”. O’Rourke ofrece otras soluciones –válidas para todo el año- para cancelar una cena o hacer de un posible mal trago, un rato divertido: “De primero, pon ostras sin abrir. Coloca la mesa en algún sitio original, por ejemplo, en la terraza si está nevando. Viste al perro de mayordomo. Diles a los invitados que cada uno se asa su langosta viva en la chimenea. Si tienes a la gente ocupada y desconcertada, a lo mejor creen que se están divirtiendo”.

 
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