Sin fundamento

En la presente legislatura, marcada por un trato tan reverencial y obsequioso del Ejecutivo a las regiones que más que de autonomismo podríamos hablar de «autonomicismo» —si se me permite el palabro—, Zapatero ha instituido con vocación de continuidad un par de prácticas políticas hasta ahora desusadas. La primera fue la conferencia de presidentes autonómicos que se celebró con gran pompa el pasado mes de octubre. La segunda, su presencia este miércoles en la sesión de control del Senado. Aparte el hecho mismo de acudir a la cámara alta para someterse a las preguntas de los senadores, lo más destacado del acto fue la polémica en torno al concepto que de la nación tenga o deje de tener el presidente... de la nación. A este respecto le inquirió de forma bastante mesurada el portavoz popular, Pío García Escudero. La respuesta del interpelado contuvo sólo evasivas y un ataque: según Zapatero, el PP debería abandonar el fundamentalismo que le hace apropiarse de la cuestión nacional con miras partidistas.

Fundamentalismo. A veces Zapatero recuerda al niño que suelta la bravuconada y mira de soslayo, con una media sonrisa, para ver qué efecto produce en los chicarrones de cuya pandilla quiere formar parte. Tiene guasa que el presidente reproche al PP un supuesto fundamentalismo de la nación, cuando casi todos los grupos y grupúsculos que lo apoyan a diestra y siniestra no saben practicar otra cosa. A ellos, por supuesto, nunca les achacaría tal vicio. Como tiene escrito Germán Yanke, esto del talante no consiste más que en elegir bien a quién insultas.

Ha de precaverse Zapatero, porque no sólo en la derecha hay fundamentalistas. A poco que mire en su redor, topará con miembros de su propio partido que se refieren con orgullo a la nación española —unos con no poca retórica, otros con íntima verdad— y a quienes hace maldita la gracia su coyunda con lo más rancio del separatismo. Fundamentalistas serían Bono e Ibarra, Francisco Vázquez y Redondo Terreros, Rosa Díez y Gotzone Mora. Es tan grande el disparate que sólo de pensarlo uno siente vergüenza ajena. 

Eso que Zapatero llama fundamentalismo no es otra cosa que la defensa más que razonable del sistema constitucional vigente. Un sistema gracias al cual —no se dirá lo bastante, por mucho que se repita— disfrutamos de una libertad y una prosperidad como en ningún otro periodo anterior de nuestra historia. Esta evidencia no se le puede escapar al presidente, como tampoco puede soslayar que será el responsable último de las consecuencias no deseadas del proceso constituyente que se nos avecina.

El gran problema de Zapatero en general, no sólo en cuanto a la idea de España, es su carencia de fundamento. Así, a quien lo tiene, lo percibe por contraste como fundamentalista. Eso siempre y cuando no pueda sacarle provecho —es decir, al PP—, porque los nacionalistas que le van a votar los Presupuestos Generales del Estado tienen también su poco de fundamento y su mucho de boina que, como todo el mundo sabe, es funda mental.   

 
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