La gastronomía y los años – Caracterización del gastrónomo – Sabidurías del gusto

La gastronomía es afición crepuscular. En la vida llega un momento en que la juventud se va sin explicaciones ni instrucciones y entonces casi toda pasión hay que inventársela. No otra razón hay detrás del lleno a perpetuidad de los cursos de yoga, de encuadernación o alfarería. La cocina se descubre cuando la música no nos exalta ni nos deja impacientes sino que nos briza con delicadeza; cuando el ocaso no aburre a los diez minutos o cuando uno prefiere quedarse en casa con Proust y no salir -otra vez- a tomar copas, porque después han de dejar una resaca como un acabamiento neuronal. Descubrimos la cocina cuando descubrimos la belleza consolidada de las mujeres de cuarenta y cuando vestirnos para el pádel ya es algo que uno no se puede permitir ante los vecinos -ni ante sí mismo. La juventud es la edad de la avidez y la madurez es la mesura en la avidez. En términos gastronómicos, un adolescente no necesita el acierto en el punto de cocción sino la ingesta urgente de hidratos de carbono. El padre huele el brandy hasta el momento de la meditación o el sueño mientras el hijo come un bistec con patatas sin pensamientos secundarios, sin abstracción, sin trascendencias. El padre come una pera y piensa en la anatomía de la estatuaria clásica, en el paisaje, en el comercio, en el grabado que su madre tenía en la cocina o en que ya ha llegado el mes de junio. Para el hijo, comer una pera es algo banal y no poético. Al tiempo, la gastronomía tiene no poco de “retour de l'âge”, de curiosidad y de inquietud pacíficas, con la satisfacción sencilla y evidente de quien pasea y pica unas moras de la zarza porque no hay nadie que vaya a reprochárselo.   Como en tantas otras cosas, el afinado, la corrección, el matiz, el punto, el equilibrio, es el poso que viene con los años. Lejos de la manía, la afición a la cocina tiene casi siempre algo de inocente amateurismo, de adaptación a los ritmos estomacales y vitales, de fiesta en paz, de ceremonia necesaria y conversación inteligente. La cocina nunca o casi nunca viene sola y por eso los mejores tratados gastronómicos -Brillat-Savarin o Taillevent- tienen algo de manual de costumbres apetecibles o elegantes. Con frecuencia, observar que no tenemos un estómago de titanio -ni un hígado irrompible- es un comienzo: está entonces quien se vuelve un apóstol del hervido y también quien piensa que ya tenemos una edad -una sabiduría- para modular, para elegir bien, para cuidarnos bien, a veces modestamente y a veces con más fasto. En todo predomina un cierto pragmatismo, el pragmatismo que llega de saber que el tiempo está descompensado entre ocios y trabajos -siempre ganan los trabajos- y que un buen whisky, un queso elocuente, tienen efectos de reparación cuando la vida ya no alborota y por un momento todo se remansa y se armoniza. Ahí funciona el paladar cuando quizá fallan la espalda o el oído o la memoria.   Sólo la edad nos hace comprensivos con la crueldad de la cocina o con la quiebra momentánea de la higiene, hasta sorber la ostra o entusiasmarse con el civet de liebre. Entonces un vino puede ser sinfónico si está servido a la temperatura adecuada, atendemos a la espuma del café y vemos lo ceremonial de los asados, la consistencia extraordinaria de la carne de langosta, la juventud de un plato de tirabeques salteados: la cocina es un logro de lo efímero y eso se lleva mal con el absolutismo adolescente. Por otra parte, el gastrónomo está solo en un mundo que no entiende que el vino se sirve, en buena parte, para hablar de él, o que el gusto existe porque también existe e importa la diferencia entre lo bueno y lo malo. Al final uno sabe si el jabalí fue abatido al mediodía o al crepúsculo: está claro que el criterio sirve para la cocina y sirve para la vida, por más que la perfección pueda llevar a la parálisis del mismo modo que la cocina china fue cada vez más sofisticada en la elaboración para obtener resultados de mayor sencillez.   Antes de la madurez está el tiempo de la experimentación, del desarrollo de un instinto que se vuelve inteligencia, de distinguir lo auténtico del ersatz. Con los años se aprecia mejor la caída lenta y la luz del aceite, las referencias sensuales y pictóricas del plato cuando de pronto llega una mozzarella fresca con unos tomates secos. Ahí hay logros -pienso en la tortilla de patatas- benéficos como la invención de la bombilla o la aspirina o las maquinillas de afeitar. El apetito es lo último que se pierde e incluso en estos años tan macrobióticos perder el hambre es síntoma final de acabamiento. La cocina no siempre tiene dimensiones cosmológicas pero el gusto tiene menos de don que de educación, y al final uno no se engaña cuando le sirven una omelette de solanáceas de estación y resulta ser una tortilla de patatas. Hay que llegar a la sabiduría de quien definió al vino de Madeira como el sabor de los naufragios. Comer bien compensa siempre -incluso de las pasiones perdidas, del tiempo ya ido o de la juventud.

 
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