El laberinto de Sharon: dando vueltas en callejones sin salida

Desde el momento mismo de su creación, el Estado de Israel se ha visto obligado a moverse entre un dilema y otro, teniendo que escoger de manera constante no ya entre el bien y el mal sino siempre optar por el mal menor. El conflicto entre los israelíes y los palestinos viene de lejos y es uno de esos casos raros en los cuales la culpa, de entrada, es de todos y de nadie a un tiempo. Ni son los judíos en el destierro, quienes tras del Holocausto veían su única salvación en el regreso a la Tierra Prometida; ni son los árabes, a quienes les importaba muy poco el Holocausto pero no así la llegada de forasteros a un territorio considerado durante siglos como suyo; tampoco tiene la culpa la comunidad internacional, personificada en la ONU, pues no imaginaba, en absoluto, que hubiera debido hacer con el pueblo judío después de todas las calamidades de la Segunda Guerra Mundial, y por desesperación bendijo el nacimiento de Israel en un entorno que se sabía que era hostil de antemano. La ulterior historia de los conflictos árabe-israelíes parece trazada en la palma de la mano de un niño nacido de una semilla que brotó en un laberinto antiguo, bíblico, cuyo mapa está perdido desde hace mucho tiempo.

Para sorpresa de todos, el niño ha sobrevivido y ha construido su Estado en medio del fuego, ha reanimado una lengua muerta y ha transformado el desierto en un jardín. Lo único que no ha conseguido, pues no había manera de hacerlo, es escapar de este laberinto rodeado de arenales. Más que la arena sigue donde estaba y el niño sueña con devorar el jardín que ha crecido en contra de su voluntad. El arma principal de los palestinos en la lucha contra Israel es el tiempo, no los terroristas. Y las dunas del desierto tienen tiempo de sobra, más que cualquier jardín, por mucho que uno se empezé en rociar sus plantas toda una eternidad.

La comunidad internacional lleva varias décadas intentando reconciliar lo irreconciliable. Las iniciativas de paz van cambiando de nombre sin que se haya logrado hasta la fecha ninguna solución razonable, tal vez, porque tal solución simplemente no existe. La nueva  hoja de ruta para salir del laberinto infunde la misma dosis de optimismo que las anteriores fórmulas de paz. El israelí Sharon y el palestino Abbas se encaran nuevamente con una serie de demandas prácticamente inviables. Incluso en el supuesto de que ambos consigan cumplir con sus respectivas tareas, los protagonistas del proceso no podrán avanzar ni un ápice hacia la solución del problema fundamental: como asegurar la convivencia pacífica entre árabes y judíos. Incluso si Abbas logra, gracias a un milagro, tranquilizar a los militantes de Hamas, cambiará poca cosa, pues los árabes sueñan con recuperar Jerusalen. Si Sharon consigue desmantelar los asentamientos judíos de Gaza sin mayores cataclismos y sin perder su autoridad polí

 
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