Sobre la libertad y la alegría – Una meditación sobre Pedro Pablo Rubens

Quizá tenemos ya la mirada y por lo tanto el espíritu demasiado timorato o escéptico como para encendernos a la primera ante la pintura de Rubens. No estamos preparados para su intelección y menos aún para su aprecio. Poseemos ojos poco ambiciosos: en el mejor de los casos, los hemos educado para emparejar austeridad y sutileza. Estamos hechos a la levedad, al tono menor, acaso también a la ironía. Equiparamos –sobre todo en pintura- como esencial lo desnudo y lo sincero. La vocación de grandeza nos asusta, la pretensión pasará siempre por vulgaridad. Creemos en el esfuerzo ascético de purificación, no en el de ornamentación. Creemos en la limpieza de lo llano, en la elegancia moral de la moderación: magnífico postulado con tal de no confundir desproporción y grandeza.

Somos antimanieristas, desconfiados de la voluntad manifiesta de belleza, quizá como si esta fuera no más que un dejar ir o como si esa belleza nos importara poco, pues sabemos que la verdad posee más amplio abrazo y el esteticismo evitará –por ejemplo- esas últimas verdades del dolor. Vemos virtud en recortar la gran complicación. La exquisitez del alma pasa por la evitación de la prosopopeya, y cualquiera observa no poca verdad en purgar las sobrecargas del estilo. A veces, sin embargo, podemos caer en la superstición de que los grandes relatos no son más que grandes retóricas.

Hace tiempo que la pintura es la historia de un gran despojamiento: sin duda nos hemos purificado pero no hay tan grave paso entre espiritualizar el arte y dar por arte una mera explicación conceptual: en realidad, las paradojas de la sensibilidad, por acertada que esta sea, siguen necesitando como complemento la mezcla de rigor y generosidad intelectual. También hay que transigir con la fluidez de nuestro gusto hasta un cierto escepticismo y estimar las verdades de la arbitrariedad en la medida en que son un juicio excéntrico pero un juicio formado. Hoy, si acaso, es común permitirse que una distancia irónica nos lleve al pastiche o al guiño apreciativo de lo kitsch, aunque ahora ya andemos por la tercera o cuarta generación del pastiche y vivamos, culturalmente, en el subproducto.

Hemos aprendido lo pequeño, leemos haikus y no octavas reales, preferimos la construcción perfecta de un relato breve al aliento largo y equívoco de una saga. Perdida la épica, no es ocioso pararse a aventurar qué ha de pasarle a la lírica si no se resisten los poetas. Hemos dicho adiós a las alegorías cuando eran creaciones a la vez necesarias y meritorias del espíritu que busca una sintaxis para explicarse el mundo. Cabe preguntarse hasta qué punto no transigimos con el minimalismo contemporáneo, que es ante todo una renuncia de la voluntad, cuando no una desconfianza; al tiempo que estamos ciertamente lejos de una concepción clásica –clasicista, si se quiere- de la belleza, en un cierto estertor postromántico.

Con todo, tanto de bueno que hemos ganado en finura no debiera apartarnos de la estima del propósito magnánimo, heroico incluso, de otras épocas, de reconocer que hemos sufrido una anemia en nuestra capacidad para apreciar y desarrollar la magna densidad simbólica de –por ejemplo- un jardín barroco o de la pintura religiosa. Volviendo a él, hemos sido injustos con Rubens, en parte porque lo hemos dado por sabido o porque no hemos visto en él ninguna lección, ningún misterio.

Y hemos sido injustos con Rubens aun cuando nadie le retire el lauro frígido y correcto de lo académico. Ahí, el tenor literal dice que en Rubens reverberan Tiziano y Miguel Ángel aunque no se sabe si llevados a plenitud o a pudrimiento. El pintor flamenco palpita en él y veremos en Van Dick un Rubens aguado y por tanto mejor. Rubens es pintor de una cierta oficialidad contrarreformista, para muchos sospechosa, quizá para los mismos para los que la ‘contrarreforma’ (término que me gusta poco) tuvo ante todo una pervivencia estética. Siglos después, los pintores recuperarán de Rubens su pasión de luminosidad y verán en él la sugestión sensual de color y pincelada aunque rehuyan su vigor. Ciertamente, estas genealogías de influencias son explicaciones que no siempre explican mucho.

He ahí, sin embargo, al Rubens aceptable: un viejo maestro sin la lección de otros viejos maestros, un pintor donde la verdad, la intimidad y la profundidad se han sustituido por la gestualidad y la escenografía, con la correspondiente oquedad en la significación. Y sin embargo, la oquedad en la significación, el vacío conceptual, la consideración de Rubens como un cáscara vacía no se debiera atribuir tanto al propio Rubens como a nuestra más menguada o capacidad de comprensión, no en términos de empatía sino de aprehensión de un cierto imaginario, quizá del mismo modo que los hombres medievales y nosotros no vemos lo mismo en el cielo de la noche pese a que el cielo no ha cambiado.

Es curioso que haya pintores a los que nos hemos acercado con toda generosidad y que en cambio a otros –Poussin, Rubens- no nos hayamos aproximado para ver qué verdad tenían que contarnos. En el peor de los casos, se propaga esta especie: que Rubens parece incapaz de pintar a una mujer si no es una ninfa en forzado escorzo; que a Rubens, si le dejamos una rosa, nos pinta una col. Ahí está Rubens, como inicio de la convencionalidad sin savia y sin gracia que puebla los almacenes de los museos europeos. Y así eludimos que Rubens es justamente un pintor más de la gracia que de la belleza, igual que ya habíamos olvidado que tanta teatralidad del barroco tenía su profundidad y su armazón argumental, que era legible para hombres que entendían el mundo según categorías en buena parte distintas a las nuestras, y no, por cierto, menos sofisticadas ni menos fértiles.

Tiene Rubens lo que parece no gustarnos: la curva, el oro, la maquinaria y la tramoya, el impudor, un impulso de sensualidad que de puro natural lo encontramos perverso, un movimiento en paroxismo, un vigor casi a deshora, un orden más propio de los titanes que de los hombres, por momentos elefantiásico; unos cuadros, en fin, que miramos con la displicencia de lo ornamental y que parecían hechos a la medida de la enorme vanidad de aquellos prohombres que los encargaron. Le admitimos un genio pero es un genio huracanado y en plena destemplanza. Apreciamos como bastedad en él lo que en otros es sprezzatura. Aun así, ¿qué tenemos, en serio, contra lo ornamental, capacidad del alma para los primeros gestos de la belleza?  

 

Es demasiado fuerte y veloz, como una pasión frívola. Rubens no duda, lo cual impresiona hasta ofender, como un alarde. Rubens es demasiado explícito y nos parece demasiado claro, entiéndase que como un gran aparato sin mensaje ni matiz, aun apartando los cortinajes de la ampulosidad barroca. No nos agrada, aunque no lo digamos, saber que de su sola mano pintó muy pocos cuadros, que tenía casi tanto de empresa como de arte, aunque quizá le reconozcamos buen pragmatismo al subcontratar algunos paisajes y animales de sus telas. Incluso le podemos reconocer su excepcional destino humano: uno de los más cumplidos del siglo XVII, con un recorrido de importancia mundana que nunca le apartó de un carácter eminentemente positivo y capaz de rectitud moral. De tanta rectitud moral como para apurar sus últimos años como tantos desearíamos: retirado del mundo, en el campo, al calor de la familia; en su caso, además, al calor de una mujer de belleza, inteligencia y gusto.

Y aun aceptando esto, es muy posible que simpaticemos más, que nos llegue más, ese otro destino humano y artístico que fue el de Rembrandt, un hombre con mediocridades que despiertan nuestra piedad en parte porque son parecidas a las nuestras: una trayectoria errática, de hombre más bien desastre y manirroto, capaz de alguna vanidad ridícula que miramos con cariño porque sabemos que ni es grave ni es profunda sino que es la mínima compensación de un espíritu dado al altibajo, lejos de un Rubens aparentemente ajeno al dramatismo humano. Un enamorado de las mujeres, Rembrandt, pero –ante todo- de su mujer, como el propio Rubens, dejándonos ahí ambos un venero de valioso apego e intimidad que, por ser intimidad, tiene algo de sagrado, y en cuyo volumen humano verdaderamente podríamos meditar sin tasa.

En Rubens, por ejemplo, toda su energía se destilará hasta ese milagro de La Petite Pelisse, donde intimidad y sensualidad toman cuerpo en la rara combinación de naturalidad y delicadeza: que Rubens sea explícito en su pintura –por más que su mujer esté medio cubierta o no se sabe si más bien medio desnuda- no le quita al cuadro una pulgada de misterio, donde el pintor del amor jocundo pasará de la revelación de los cuerpos o la celebración amatoria a la contextura de un amor más doméstico, con honduras legibles. Y La Petite Pelisse aún tiene su carga anecdótica de noble prenda sentimental, por ser cuadro que el pintor querría tener siempre consigo, que le acompañaría en sus viajes incluso, materialidad de un amor que le llevaba al sabor del recuerdo de los bienamados rasgos y del cuerpo que daría amparo a la vejez del pintor. He ahí la grandeza en versión íntima, como cuando Rubens se recrea en pintar a su hija y parece que estemos más ante Velázquez que ante Rubens. El de la Petite Pelisse es un amor no menos alegre aunque más interiorizado que otros amores de Rubens donde los faunos persiguen a las ninfas porque el mundo es así desde que es mundo y aun es comprensible que Rubens se demorara en ello con su punto de gozo. Pero en todo hay en Rubens una delineación, una voluntad de la alegría; también cuando da en un intimismo -como en su autorretrato- donde la alegría tendrá otras texturas. De una alegría que será, por así decir, más ambiciosa que la alegría de costumbres y de aldea -magnífica- según otros pintores del norte.

Y es curioso que el espíritu tridentino tenga tanta fama de oscuridad cuando la pintura de Rubens como paradigma de libertad y de alegría tiene tanto que ver con la ortodoxia católica, también –también- por ser una pintura de grandilocuencia pero de grandilocuencia con sentido. Y de alguna manera, pese a las complejidades del barroco, pese a las complejidades del pintor, pese a las complejidades de la composición, Rubens siempre será lo que parece, pues Rubens puede ser complejo pero no será oscuro: sin bromas, será una difícil claridad. Y ahí, por cierto, es reseñable que lo tengamos tan sólo como un pintor de lo visible y pintor sin matices, quedándonos en esa primera claridad digamos corpórea que Rubens nos ofrece, en la preeminencia de lo plástico si no de lo sensual, cuando ese sería el comienzo del camino que nos lleva a su verdad y que no recorremos por ignavia. De hecho, puede darse el caso de que uno rechace a Rubens tanto por la trampa barroca como por su apariencia epidérmica.

Ese esplendor del tacto en Rubens, ayudado por los azules y los rosas propios del paraíso, no se aleja de los postulados de un catolicismo que siempre ha rechazado de sí las lecturas puritanas o excesivamente espiritualizantes. El horror a los cuerpos es, en verdad, poco católico: esa salud espléndida y tan biológica de los cuerpos de Rubens no siempre se parará en el decoro pero tendrá una sabiduría sensual propia de quien sabe que somos alma y cuerpo y de quien tiene un fondo de estima optimista de lo humano que va más allá de una mirada de transigencia: que es aceptación y, por lo tanto, misericordia.

Y no es de extrañar que la alegría en Rubens tenga sus notas de altivez y triunfo pues no en vano él llegó a ella a través del cumplimiento de una pasión y le aceptamos un margen de regodeo. Rubens es un espíritu puramente afirmativo que –entre elegía y oda- no dudará en elegir la celebración. Si optáramos por la moraleja, podríamos decir que su mensaje es que la alegría es siempre más profunda. Lo cual es consustancial, por cierto, al mensaje cristiano, como lo es la afirmación, y aquí está, así de agazapada, entre la alegría y la libertad del cristianismo, esa moral y esa metafísica de Rubens que parecían ausentes y que simplemente ciegan de claridades. Y es por esto que Rubens no sólo pinta para la retina sino que elevará las cosas a la luz y la dignidad de la alegría. De una alegría que, cierto es, ahora nos resulta difícil concebir y, en consecuencia, creer.

Rubens es de una veracidad radical: quien reza, reza; quien ama, ama. Rubens, sí, es lo que parece, pero tiene distintas profundidades de lectura, distintas evidencias, siendo esto atribuible no tanto a la trampa del barroco como a los misterios de la grandeza. Hemos hablado de Rubens como paradigma de alegría y libertad. La alegría está a la vista aunque sea casi siempre una alegría no directamente natural sino dramática y será perceptible incluso en esos temas –de pintura religiosa, por ejemplo- que convencionalmente llamamos dramáticos. Y es un pintor de maravillosa libertad porque nunca estará ahogado por su propio prodigio de caudal técnico, salvando sin esfuerzo, con resuelta elegancia, auténticas proezas compositivas que fueron, verdaderamente, de influencia para la pintura, no ya en lo que casi con retintín llamamos técnica sino en lo que concierne justamente a la expresividad que puede alcanzar la pintura, expresividad a la que Rubens abrió más de una puerta.

Y esto, que ha sido tan estudiado, y que es tema de especialización en verdad muy difícil, dista de ser obvio o al menos no es tan apreciado como debiera. Y en verdad debiera ser apreciado pues no hablamos de complejidades de composición como pura complacencia por las complicaciones gratuitas sino como algo que, más allá de su verdadera importancia como punto de llegada y punto de partida en la historia de la pintura, es un ahondamiento en la libertad que no se queda en la materialidad del lienzo sino que afecta a la propia disposición interior del artista. Rubens será expresivo porque es libre, no al revés.

Rubens, más concretamente, podrá ser excesivo pero no forzado, marca de calidad de artista en gran estilo pues cualquiera que pintara un Rubens sin ser Rubens es casi seguro que hubiese terminado en el desastre del gesto pompier. Muy pocos han tenido ese amplio cauce de impulso de libertad. Y muy pocos han sido capaces de una respiración tan magnánima, muy pocos han sido capaces de ser sueltos a la vez que solemnes, de ser retozones a la vez que elegantes, de ser corporales y profundos, de empezar y terminar su palabra de arte en términos de libertad y de alegría.

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