El del megáfono

Una manifestación sin un tipo con un megáfono no es una manifestación. En toda reivindicación que se precie ha de haber alguien aullando a través de un altavoz, escupiendo consignas que el resto de los manifestantes terminan coreando, algunas veces con verdadero entusiasmo, y otras, la mayoría, con apreciable apatía. Algunos creen que si le siguen el cuento se callará antes. Ilusos. Un tipo que berrea con un megáfono sólo se calla y apaga su aparato cuando le surge la inminente oportunidad de cambiarlo por uno más potente o de mayores dimensiones. Aunque la mayoría de las veces, si se da el caso, ni siquiera lo cambia. Lo que hace es utilizar los dos a la vez, como si fuera el encargado de coordinar a las cajeras de un supermercado.

El tipo del megáfono habita tanto en los estadios de fútbol como en las manifestaciones antisistema. También puede aparecer en concentraciones en contra del castellano, o de los toros, o de los bancos, o de todo en general. En todos estos lugares actúa y se hace notar, pero no se realiza plenamente. Sólo hay un ambiente en el que realmente desarrolla todas sus cualidades, en el que desparrama todo su gozo, en el que da sentido a su vida: la huelga general. En la huelga, el del megáfono es el centro del piquete, el instigador de los ataques, el animador de la fiesta, la alegría de la huerta, y el compañero del alma.

Pase lo que pase, nunca se separa de su megáfono. En las noches previas a cada huelga, no come, ni duerme. Tan sólo bebe cerveza, mientras dedica horas y horas en vela a esbozar las consignas. Maneja un par de rimas terminadas en “–ones” y “-ullo” que le sirven para cualquier reivindicación. Cuando está inspirado, añade alguna otra estrofa a sus cánticos, pero siempre termina regresando a la misma canción. Es como ese niño que, armado con una flauta, repite tozudamente la misma melodía, a pocas horas del examen de Música. Los vecinos le harían tragar la flauta si no fuera porque, alguna vez, todos hemos sido ese niño. Del tipo del megáfono, en cambio, no podemos decir lo mismo.

Queda claro, por tanto, que la principal característica del hombre del megáfono es su inagotable capacidad de repetición. Recuerda a esos cantautores castristas, pero sin guitarrita. Si usted lo suelta en un campo de fútbol, puede pasarse varios meses coreando cualquier cosa, y girando en redondo como un periquito en busca de la aprobación del público. El hombre insiste con más ahínco aún, cuando se encuentra con la hostilidad de la plaza. La obstinación es su razón de ser.

Contra él, ahórrese las oraciones. Al sujeto del megáfono, nunca, nunca, nunca se le acaban las pilas. Si usted coge las pilas completamente gastadas de un mando a distancia, y las introduce en el interior de su megáfono, verá el milagro con sus propios ojos. Un megáfono con un tipo detrás coreando bobadas nunca deja de sonar. Haga lo que haga. Los únicos altavoces que se estropean son aquellos de cuyo funcionamiento depende la vida o muerte de inocentes, y no es el caso que nos ocupa.

El tipo del megáfono se mueve mucho, pero cuando se detiene, cuenta con una habilidad especial para situarse a favor del viento, de cara al lugar más poblado, y en general, en el sitio más molesto posible. Por eso, cuando permanece más de media hora en el mismo lugar, entonando las mismas frases, es frecuente que algunos ciudadanos le inviten amablemente a guardarse el megáfono en diversos lugares que no merece la pena detallar. Pero es en esas situaciones adversas cuando nuestro hombre, como un veterano de guerra, alza la vista al viento, para berrear más fuerte aún con los ojos brillantes: “El contrato precario / oprime al becario”, “Ido, ido, ido / el gobierno está podrido” y otros grandes éxitos del huelguista español.

En la pasada jornada de huelga general, los hombres con megáfono inundaron las ciudades españolas. El resto de los ciudadanos tuvimos que soportar, durante horas y horas, la tozudez de su discutible talento para las rimas inteligentes. Junto a cada uno de ellos, seis o siete aspirantes a sucederle en el cargo, repetían con la misma insistencia cada una de las consignas. En este clima, después de horas de resistencia, cuentan que un ciudadano anónimo, panadero para más señas, clamaba por una maldita Ley de Huelga en España, mientras enviaba este ilustrativo y suplicante mensaje: “Que me rompan las lunas, que me cierren la panadería, que se zampen toda la bollería, que me llenen de silicona los hornos, que se lleven la caja registradora, que me suelden la cerradura de la puerta, que me llenen de pintura los cristales, que les hagan tragar las pegatinas a mis clientes, y que nos rocíen de gasolina a mi y a todos mis empelados, pero por favor, por lo que más quieran, que se calle de una vez el pelmazo del megáfono”.

 
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