La melancolía del último

El jueves traía El Mundo en su sección de obituarios una nota necrológica, con firma de Miguel Ángel Gayo Macías, dedicada a la última representante de la cultura Bo. Boa Sr vivió más de treinta años como heredera única del legado de su tribu de las islas Andamán, que iba a desaparecer con ella. «A veces, al anochecer, la antropóloga Anvita Abbi veía a Boa Sr llorar contemplando el ocaso», leemos. El apunte, sea cierto o esté forzado por la emotividad de la testigo, ofrece en todo caso un notable simbolismo y mueve a compasión.

Una anciana de tez surcada por hendiduras profundas se sienta en lo alto de un risco para ver cómo el sol va hundiéndose en el mar. Gruesas lágrimas caen por sus pómulos ajados. La piedad universal que causa la escena se multiplica al saber que los hombros endebles de esa anciana soportan solos, como los de un Atlas demacrado, el peso de todo un mundo, y que cuando aquellos flaqueen y caigan, caerá una cultura completa, con los ritos de un pueblo y su modo peculiar de apropiarse del entorno. Por fortuna, a pocas personas les está reservado ese destino crepuscular y dramático que liga a la finitud individual, ya difícil de sobrellevar, el de una entera historia colectiva.

Se extingue una especie animal y acaso ni su último ejemplar ni las especies inmediatas en la cadena trófica sean muy conscientes de la desaparición. El instinto no deja lugar a la melancolía. Mutatis mutandis, entre los humanos va a extinguirse una cultura con su idioma, y llora en los atardeceres quien debe clausurarla, y acude el estudioso a recoger un testimonio casi póstumo para que al menos, ya que no hay otro remedio, nos dolamos. Igual que Boa Sr tuvo su Anvita Abbi, Antonio Udina Burbur tuvo su Matteo Giulio Bartoli para escuchar los estertores de la lengua dálmata, que murió con aquel hace poco más de un siglo.

Operando por elevación, no es infrecuente en los terrenos de la ficción el asunto de los últimos supervivientes planetarios tras un episodio apocalíptico. Aquí, la esperanza y la retórica grandilocuente a ella vinculada suelen viciar todo planteamiento que de verdad conmueva. ¿Y si estuviéramos en trance de desaparición progresiva sin que medie un colapso repentino, sea de origen climático, sideral o alienígena? ¿Y si no tuviéramos ningún medio posible de regeneración, ni en este ni en otro planeta? ¿Y si algún día una anciana se sentara en un risco para llorar porque es la última heredera no de la cultura Bo sino de toda la humanidad? Saberse idos silenciosamente, universalmente, definitivamente. Cuesta siquiera imaginar una melancolía así. 

 
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