Ese momento de la cuenta – El precio de comer – La propina y la equidad

Algunos no se lo creerán pero al final de la comida llega la cuenta y no siempre paga la Administración. Sobre la mesa, entre los dorados del whisky, con el último trajín de los camareros, la cuenta reposa como un apólogo moral para recordar que el lapso de felicidad no ha sido gratis, que todo tiene su precio o bien que es mejor acostumbrarse a los placeres baratos: ver atardecer, hacer jogging, entretenerse con los escaparates o los rótulos. Uno se equivoca si va al restaurante con la idea de ahorrar o de ayunar y por eso mismo –por pura consecuencia- es más grato pagar una comida que pagar una de esas multas que sólo tocan a los padres de familia mientras que a algunos –los tuneros, por ejemplo- se les debería aplicar la teoría de la multa preventiva. Como observación general, cualquier manejo de dinero que vaya más allá de la escala modesta de comprar el pan conlleva, de modo inmediato, un cierto impudor. Esa materialidad del dinero, del fajo de billetes, es algo escandaloso. La tarjeta de crédito, indolora y aséptica, también ha trabajado por la discreción aunque aún hay quien levanta la mano para enseñar la visa oro: la vanidad humana es campo de mucha variedad y tan sólo necesita un auditorio que se deje sorprender. Como todas las cuestiones incómodas, la cuestión de la cuenta implica su aceptación con el repertorio de lo que llamamos naturalidad, que a la vez incluye y excluye todo gesto porque cada uno tiene varias naturalidades: ver si nos han regalado los camparis, repartir el montante, bromear con la lanzada, etcétera- todo por soslayar con sabiduría consolidada el pequeño dramatismo inherente al momento. Quedarse melancólico de cartera es un poco acerbo pero casi siempre nos recuperamos –y que nos quiten lo bebido. Salvo que uno pertenezca al grupo de mujeres que todo lo pueden con una caída de párpados, una lección es que al restaurante no hay que ir con el optimismo o la convicción de que nos van a invitar. A tal fin existen las bodas.   Al final, hay una justicia en pagar por lo que uno gasta, por lo que uno come, y hay incluso personas con la sutileza moral de sentirse mal si a uno le invitan siempre. Pequeños bárbaros, en la infancia no se entiende el pacto tácito de las invitaciones o su mínimo juego de poder. Al pagar con la visa está siempre la creencia atávica de que las cosas modernas pueden fallar en cualquier momento, y de hecho a veces fallan: con lágrimas en los ojos, el otro día me invitaron y al final pagué yo -pero también me ha pasado lo contrario. En España cada vez cuesta más dinero comer mediocremente y, a cambio, comer espléndidamente es –por comparación- menos caro que aquí o allá, en la liga de las capitales: también hay más dinero en Londres que en Madrid. Desde luego, hay restaurantes en los que se come bien, muy bien –se come magníficamente: el champaña adquiere profundidades minerales, la subsumiller nos envina la copa, los platos –todos los platos- llevan flores comestibles y el volcán de chocolate, en efecto, tiene lava. Nada de esto es barato, y no puede serlo por un imposible metafísico. A cambio, la trufa blanca podría tener el precio del ajo y el ajo el precio de la trufa blanca y, según el plato, seguirían estando igual de bien. Es la regla general de la escasez. En gastronomía no hay sustitutivos perfectos y de algún modo hay quien siente orgullo en gastar más: el champaña, por ejemplo, sí tiene una progresión de bondad a medida que sube el precio pero hay muchos ‘brut’ estándares con los que puede competir un cava. No todo puede ser apoteosis.   La propina, por su parte, es un buen ejercicio de equidad, practicado a cada instante, incluso en consumiciones mínimas, para mostrar que en el tráfico mercantil está siempre la añadidura de lo humano. Propina significa ‘para beber’, igual que ‘trinkgeld’ o ‘pourboire’: he ahí la gran sabiduría de pagarle una copa al camarero porque quizá no pueda gastarlo en mejor fin. Constituye, la propina, una retribución simbólica a la difícil coreografía del servicio. Como se sabe, la ración de sueldo que el servicio de mesa tiene en Estados Unidos depende en buena parte de las propinas, de modo que es norma consuetudinaria y rígida el dejar en torno al quince o al veinte por ciento de la cuenta. A cambio, tenemos ahí a alguien que lo ha abandonado literalmente todo por sonreírnos y servirnos con diligencia. Hay que ser mezquino y de poca alma para no ser generoso con esa luminosidad que es tener a una joven de buena raza anglosajona alrededor de la mesa, en las andas de una sonrisa. En España sufrimos por lo general de mal servicio entre otras cosas porque ser servicial está mal visto. Aquí es impensable el automatismo de la sonrisa más el ‘bonjour, monsieur’. Últimamente está muy arraigado, en los sitios de moda, poner cara de asco, que es lo que solemos conseguir al poner cara de seriedad.   La categoría de la propina previa, sobre todo en los hoteles, suele ser un acierto para que el personal –que nunca dice no- nos tome por espléndidos con el equivalente de lo que perdemos por el agujero del bolsillo. No sé si esta es también cuestión de vanidad pero si uno es habitual de un restaurante, le han de tratar según la generosidad de sus propinas, cantidad muy prosaica que para quien atiende no es sólo una satisfacción de orden moral sino el pan necesario de los hijos. Algunos restaurantes con vocación de excelencia también necesitan de un pequeño pacto de generosidad porque ha de ser triste, por ejemplo, definir la carta de los vinos o comprar colmenillas y después servir sólo el Protos Crianza. El Tercer Mundo, donde nada tiene precio, es el mejor dominio de las propinas: todo se consigue con ellas y nada se consigue sin ellas. Es un placer pero a cambio uno sabe que en su frente está su cotización escrita: mil dirhams, dos mil dirhams, etcétera.   En revancha por la falta de liberalización del servicio del taxi, ahora me espero a que me den el último céntimo de la vuelta, y eso que hay ‘taxistas cope’ de lo más edificante. A estas alturas, todavía no existe un dispositivo luminoso que dé preferencia a los buenos clientes en las tardes de lluvia, de modo que –con harta impunidad- nos puede quitar el taxi un grupo de surferos que cruza la calle a traición. Por lo demás, a veces damos propina aunque nos hayan tratado mal por esa paradoja de que la injusticia tiene un plazo para reinar sobre el mundo y hay que apoyarla aunque sea a nuestra costa. La equidad, en todo, es muy difícil: esto quiere decir que, con las propinas, casi siempre una parte queda en descontento. Y así volvemos de nuevo al estupor y a la lección moral.

 
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