Los morros de la Jolie

Para alguien como yo, que tiemblo ante cualquier bata blanca y que rozo el desmayo ante una jeringuilla, lo de pasar por el quirófano es una tragedia de enormes dimensiones. Compadezco a amigos y vecinos cuando han de pasar por ese trance. Por eso me resulta absolutamente incomprensible que alguien pueda entregarse libremente a una operación, así, de manera voluntaria. Y pagando, porque aún encima les cobran. No lo comprendo. Pertenece a ese tipo de cosas de nuestro siglo que se escapan a mis entendederas, que si ya de por sí son bastante duras, lo son más aún cuando se trata de médicos, quirófanos, sangre y maquinaria de hospital en general.

Dejando esto al margen, tampoco comprendo la obsesiva necesidad que se crean algunas personas, y que les empuja a ponerse cosas que no tienen, o a desprenderse de otras que sí les pertenecen. Dicen que la culpa es de la publicidad –que al final tiene la culpa de casi todo- y de la televisión –que, en efecto, la tiene-. Ambas crean un modelo “imposible” de hombre y de mujer. Pero no es del todo cierto. El problema no es sólo que los hombres y las mujeres que salen en los anuncios sean guapos y delgados. Se trata de promocionar el producto, no de espantar a la gente. El problema es más bien cultural: esa absurda creencia del hombre moderno que le lleva a pensar que tiene en sus manos todo el poder sobre todas las cosas. Incluso el de ponerse o quitarse oreja, el de pasar de ser Juanito a ser Manolita, o el de clonarse a sí mismo millones de veces para conseguir la insufrible pesadilla de vivir para siempre. ¿Quién puede ver algo positivo en vivir para siempre en “este” mundo?

Volviendo a los quirófanos y a la pretensión de cambiar nuestros cuerpos. En los últimos días, tanto en la prensa como en la calle, he tenido noticias de personas que han acudido a la cirugía estética o se han dejado miles de euros en ponerse medio quilo de pelos esparcidos uniformemente sobre la bola de billar. La más sonada de todas, claro, la noticia de la Princesa de Asturias. Una mujer que -a mi gusto, claro- era mucho más hermosa antes de ponerse nariz de Princesa. O el caso Bono, cuya calvicie le daba un poso, una credibilidad y una sabiduría especial en la práctica del populismo que ahora, con esas melenas, ha perdido. Aunque al final, el resultado de estas operaciones estéticas es, por supuesto, opinable. Porque el famoso canon de belleza es sólo una macroencuesta mal hecha. La hermosura la encuentra cada uno donde le da la gana.

El mero hecho de la operación voluntaria me resulta incomprensible, pero reconozco la libertad de cada uno para pagar por quitarse carrillo, pasar de calvo a melenudo, o añadirse una docena de dedos en cada mano para tocar piezas imposibles de piano. Lo que ya me parece más vergonzoso es la obsesión de la gente por acudir en masa a estos lugares y tratar de parecerse a tal o cual persona sin serlo. Lo contaba “El Chivato” de ECD hace unos días: “Los cirujanos plásticos no dan abasto con la avalancha de peticiones para arreglarse la nariz como la princesa Leticia”. Lo primero que me llamó la atención del titular es la generosidad extrema del verbo empleado –“arreglar”-. Lo segundo, es comprobar que ni en plena crisis económica la gente se corta a la hora de gastarse el dinero en tonterías.

Lo grave no son nuestros modelos de belleza, que por otra parte son tan razonables como cambiantes según los siglos. Lo peligroso es esa creencia, cada vez más extendida, de que somos los únicos dueños de nuestro cuerpo. La belleza es infinitamente más grande que nuestros complejos. Y es mucho más fácil eliminar nuestros complejos, que sí son nuestros, que tunear tan artificialmente este cuerpo nuestro, que ni siquiera hemos podido elegir.

Me asombra pensar en los cientos de mujeres hermosas que hacen cola estos días para ponerse la nariz como los últimos metros de un tobogán. Tal vez muchas se arrepientan mañana, cuando ya no haya marcha atrás. Michael Jackson podría dar toda una conferencia sobre esta dramática situación. Me asombra también pensar en lo extendida que está esta práctica de la cirugía estética que debiera ser mucho más excepcional y mucho menos ordinaria. Aunque la verdad es que ordinaria, lo que se dice ordinaria, lo es un rato, ¿o es que acaso hay algo más ordinario que entrar en una clínica y exclamar “¡Por favor, póngame los morros de la Jolie!”?

 
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