Los nuevos pecados capitales – ¿Cómo ha cambiado la moral diaria? – La lucha por la virtud

Han cambiado los pecados capitales. De hecho, han cambiado todos los pecados, de tal modo que al decir ‘pecado’, la imaginación suele representarse algo así como un helado de chocolate con algún ‘topping’ suntuoso. La soberbia es autoestima. La avaricia es el éxito. La gula, afán gourmet, sibaritismo, estética. La ira es espontaneidad y personalidad, carisma. La envidia también es santa: es autosuperación, espíritu de competitividad. La pereza es bienestar, calidad de vida. La lujuria, por supuesto, es la felicidad. En cuanto a la acedia, indica sensibilidad privilegiada y una contrariedad con el mundo que luego queda chulísima en las fotos.

Su Santidad Pío XII, y pido perdón por citar a alguien moderno, opinaba que el gran mal contemporáneo era haber olvidado el sentido del pecado. Yo no sé cómo sería en los cincuenta, pero espero que el Papa no hablara ex cathedra –pues me temo que ahí debo disentir. Nuestra sociedad, me parece, tiene sentido del pecado e incluso tiene un gran sentido moral. Y no es nada anormal que el hombre contemporáneo tenga sentido moral: también lo tiene el ‘golden retriever’ de mi hermana, que sabe que está mal comer del pienso de otro perro. Para comprobar la fuerza de la moral contemporánea, George Weigel recomendaba encenderse un puro en un aeropuerto. Ahí, la moral contemporánea se abalanza sobre ti ‘como una ola’, por citar a un clásico.

Es curioso que, cuando la palabra ‘pecado’ aparece en todas partes a la hora de los profiteroles, la palabra ‘virtud’ ha desaparecido, también gradualmente, de todo glosario. La ‘virtud’ aludió primero al valor guerrero, después a la entereza del coraje. Ya en el siglo XIX, ‘virtud’ tan sólo se refería a las mujeres ‘virtuosas’, tendentes a un rubor de lo más amelocotonado al oír la palabra ‘pantalones’. A inicios del siglo XXI, la palabra ‘virtud’ todavía aparece junto a la palabra ‘Aristóteles’ en algunos, cada vez menos, institutos, pero se ha venido sustituyendo por otra palabra: la palabra ‘salud’, concretamente. ‘Virtud’ también remite a ‘egoísmo’ aunque en menor medida –sólo para indicar que el egoísmo es autorrealización y libertad, algo así como el respeto que uno se debe a sí mismo, un sustitutivo del honor.

En todo caso, a las cosas ya no les objetamos que sean malas sino que sean malas para la salud. Parecería que fumar tabaco y comer carne son los peores pecados que se pueden cometer, pero aquí no hay que adelantar las conclusiones: fumar tabaco y comer carne pueden redimirse si uno come buey de raza wag-yu o si perfuma el cigarro con unos gramos de hachís. Mejor si es hachís orgánico.

Más allá de esto, el paisaje moral ha cambiado abundantemente. Antes, la Iglesia Católica, por ejemplo, postulaba como ideal de vida, de alguna manera, el ‘actuar bien’. Ahora, las Consejerías de Cultura y Deporte, postulan como ideal de vida el ‘sentirse bien’. La cuestión no es tanto si se puede uno sentir bien sin actuar bien como que el narcisismo de sentirse bien a toda costa tiende a ser bastante irrealizable cuando todos buscamos lo mismo. Por ejemplo, la connotación de ‘sentirse bien’ varía ampliamente si uno está en la posición de jefe o en la de empleado.

Al margen de esto, habrá aún que reparar en los eslóganes que conforman el gran buffet moral que es la vida contemporánea: ‘cree en ti mismo’, ‘eres único’, ‘eres especial’, ‘mímate’, ‘tú lo vales’, ‘porque te lo mereces’, ‘hazte valer’. Con todo, el peor tal vez sea este: ‘no cambies nunca’.  

Casi nada es ajeno a las modas, por otra parte, y hay asuntos importantes que han cambiado. El otro día me comentaban el código de moda doméstica vigente en una capital europea con respecto a los niños, la bicicleta y el perro. El ranking de exquisitez va en este orden decreciente:

Lo mejor es tener perro. Perro y bicicleta. Bicicleta. A partir de aquí, todo se degrada en progresión supergeométrica:

Perro, bicicleta, niños. (uno parece pobre y aburrido) Bicicleta y niños. (uno parece de derechas) Niños. (uno llega a parecer católico) Los números 5 y 6 apuntan ya a un degenerado que sólo puede empeorar su condición si, además de tener niños, estos niños son de la misma mujer.

 

Estos pensamientos me han acometido urgentemente mientras esmaltaba el artículo para ECD que salió la semana pasada. Ahí hablaba de ‘ideales honorables’, y al escribir esto, ‘ideales honorables’, me vi a mí mismo no como un severo catón sino como un daguerrotipo de señor decimonónico, panzudo, mostachudo, moralista en cabeza ajena: esa cara que también se te pone cuando confiesas que no haces deporte (aunque ocultes que es porque crees que leer no sólo es mejor sino oscuramente más útil).

El caso es que hablaba de ‘ideales honorables’. De ideal y de honor. Entre la gente con una leve pátina culta, ideal remite a romanticismo, y honor a Calderón –nociones, por lo tanto, muy vitandas. Y, sin embargo, si uno se examina con rectitud, creo que hay que hablar de honor, de ideal y de virtud. Incluso creo que son cosas buenas y necesarias, válidas también para el hombre contemporáneo que va por el carril bici a comprar harina de centeno para hornear pan con su ‘pareja’.

Creo, sinceramente, que el hombre mejora si se esfuerza por comportarse bien aunque nadie lo vea, quizá porque pienso que la lucha por la virtud es un heroísmo que nos sirve para conocernos y conocer mejor a los demás. Y aquí conocer vale por estimar. Para conocer, ante todo, nuestros defectos y debilidades constitutivas, las explicables y las inexplicables, y desarrollar una indulgencia que es entendimiento y no autocompasión. Creo que la lucha por la virtud implica desarrollar la capacidad de piedad, de amor, de responsabilidad y de atención. Y creo que el desarrollo de estas capacidades hace de la vida algo más pleno. De hecho, esas son palabras con buena fama todavía, del mismo modo que todavía apreciamos al hombre que hace algo por un sentimiento de lo debido.

Creo que la virtud es de las mayores elegancias a las que se pueden aspirar, en parte  porque la virtud nos individualiza y viene a ser lo contrario de la vulgaridad. Y también creo que esto lo nota cualquiera, al contacto de alguien virtuoso –como si la virtud dejara buen olor. Felizmente, a lo largo de mi vida, me he encontrado con no poca gente virtuosa, sin que su virtud fuera perfección: cortesías, gestos de amistad, ser depositarios de un amor inmerecido y gratuito. A cualquiera le ha pasado, a cualquiera le pasa cada día aunque no siempre tengamos la sensibilidad para enterarnos. Y prefiero el trato de esta gente al trato de los otros: no descartemos que, a mayor virtud, mayor humanidad. Estamos hechos de modo que nuestros defectos son aparatosos y nuestras virtudes más débiles –pero, en cuanto a las tendencias, si tenemos una tendencia hacia el mal, también hay una tendencia hacia la virtud. Y uno ahí puede ser tan ambicioso como quiera.

La lucha por la virtud nos hará el mal más evidente y seremos escépticos ante la intolerancia de la perfección. Los hombres más admirables lucharon contra sí mismos. Con frecuencia, perdieron, pero no abandonaron la persecución del dominio de sí, que es algo un poco superior al autocontrol y que va más allá de llegar con puntualidad al gimnasio. Creo que hay virtudes mejores que la multiculturalidad o el beber responsablemente o el tener conciencia medioambiental o el ser laboralmente maxicompetitivo. Creo, más aún, en abandonar la explicación terapéutica de nuestros defectos, que son tratables con frecuencia más con voluntad que con el recurso a la ansiolisis. Con carácter, en definitiva. Y creo que, precisamente a efectos de carácter, saber que los buenos resultados vienen tras mucha lucha es algo intrínsecamente positivo, y uno, la verdad, tampoco sabe si el trabajo de ser –por ejemplo- bienhablado o generoso es más o menos extenuante que sudar en el Stair Master o someterse a una depilación integral. Al final, entre los pliegues de nuestra pequeñez y nuestra grandeza, está ahí oculta nuestra dignidad. Ya que no hay batallas ni conquistas, los ideales honorables bien pueden ser una épica. No habría que esperar a que lo ponga de moda la revista Vogue junto a las levitas del siglo XIX.

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