El obituario ha muerto

En el mundo del periodismo, lo importante no es quién se muere sino a qué hora. Y estos días no para de morirse gente importante a horas extrañas. Entre los que se mueren de verdad, y los que se mueren de mentira en Twitter, España vive en un continuo obituario. Y el género periodístico de las despedidas fúnebres no atraviesa sus días de oro, salvando contadas excepciones, lo que está contribuyendo a hacer de este esperanzador enero un noviembre gris de difuntos.

Las necrológicas y las esquelas cada vez ocupan menos espacio en los diarios, tal vez porque no está de moda recordar a los lectores que lo característico de vivir es que al final te mueres. Y no veo dónde está el problema. Los cristianos y los pesimistas compartimos una cierta afición por la muerte. Los que peor lo pasan ante el trance a la otra vida son los optimistas más intrascendentes. Pero les está bien: nadie en sus cabales pone tan altas expectativas en este valle de lágrimas. Las necrológicas desaparecen de los periódicos, quizá, porque nadie ha sabido suavizarlas lo suficiente como para que la audiencia más vitalista no se espante ante la tozuda realidad de la muerte.

Las dos únicas corrientes que conviven en el actual mundo del artículo obituario español son la del halago desmedido, y la del ajuste de cuentas. El halago desmedido endulza de tal manera al muerto, que llega a decir dice de él que fue “todo corazón”, porque estuvo con siete mujeres a la vez, cuando lo lógico sería decir que fue “todo un golfo”. Y el ajuste de cuentas, con frecuencia, se vuelve paradoja, certificando la defunción del resentido que lo firma. Los hombres saldan las deudas cara a cara. Un tipo capaz de darle una colleja a un muerto no es exactamente un hombre. Ni siquiera es un periodista. Es algo aún mucho peor. No sé. Un gato, o algo así.

Al enfrentarse a la entretenida tarea de firmar una nota necrológica, lo más importante es confirmar la muerte del muerto. No debe publicarse un obituario, por tanto, durante su agonía. Nunca. Por muchas ganas que tenga el periodista de quitarse el muerto de encima. Además, publicar el obituario de alguien que está a punto de fallecer garantiza la recuperación de sus constantes vitales, y dota al moribundo de, al menos, uno o dos meses más de alegre existencia.

Una equivocada tradición señala que el obituario debe ser oscuro, trágico, y lacrimógeno. Nada más lejos de la realidad. Lo más importante del obituario es que sea gracioso. De lo contrario, nadie lo leerá. Si pertenece usted al hampa del periodismo y le ha tocado escribir una de esas necrológicas aterciopeladas, revuélvase contra el orden establecido. Busque otro ángulo. Increpe al muerto con educación en su columna y pídale una réplica si es valiente. Recuerde sus mayores torpezas. Sus gazapos. Piense que el finado ya ha despertado suficientes lágrimas, ahora preferirá sembrar algunas carcajadas. Y en todo caso, como no puede manifestar su voluntad, aprovéchese. Ya le llegará su hora. Y si contra todo pronóstico, el muerto manifiesta su voluntad, deje la pluma y corra tanto como pueda. Y no me lo cuente, por Dios, que me da miedo la oscuridad.

La columna necrológica está desapareciendo porque se ha tomado demasiado en serio a sí misma. Se ha perdido de vista lo esencial, que no es el muerto, sino el artículo. La mayor parte de la gente se muere. Eso no tiene nada de particular. Dios nos ha dotado de una efímera existencia humana que tiende al abismo de los tiempos. Lo normal en el hombre es la muerte. La excepción es la vida. Tal vez, los periódicos deberían estar llenos de artículos sobre gente que sigue viva, en lugar de prestar tanta atención a algo que estadísticamente no tiene ninguna importancia: que la mayor parte de la humanidad está muerta.

Con todo, me gustaría salvar el género. El obituario es importante, más por lo que dice del autor que por lo que dice del difunto, a quién nadie le ha dado vela en este entierro. Al fin y al cabo, alguien que ha sobrevivido a cincuenta, sesenta o noventa años en esta jungla está más que preparado para aguantar una necrológica envenenada. Nadie muere dos veces. Creo. Y, por otra parte, diga lo que diga su obituario, los muertos importantes, los que realmente han dejado huella, nunca mueren. Los que sí mueren son los viejos rockeros, que cada vez mueren más jóvenes. Algunos son auténticos obituarios andantes. Pero eso nos llevaría demasiado lejos y es hora de matar este artículo.

Dicen que siempre se van los mejores. Gran estupidez. Por suerte, también se van los peores. Detrás de cada obituario hay un mar de tópicos envenenados. Y de fondo, la única gran verdad: nunca muere a gusto de todos.

Itxu Díaz es periodista y escritor. Sígalo en Twitter en @itxudiaz

 
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