El pan y la mantequilla – Pervivencias decimonónicas – Soria

Cómo y cuánto admiramos todavía el gesto refinado, impar y antiguo del pan y la mantequilla, signo de cordialidad y bienvenida a la francesa igual que el pan y la sal de Alí Babá son la bendición hospitalaria en el Oriente. Comer –antes de comer- pan y mantequilla o untar el pan para acompañar el almuerzo es algo que mirarían con sagrado horror los macrobióticos y los catecúmenos del hambre que se exaltan en ‘weight watchers’. Es sin embargo una invitación primordial a las fundaciones del comer cuando además se espolvorea con costras de sal Maldon o cualquiera de las sales pijas –Guérande, Hawaii, Algarve, Mar Negro- que hoy se encuentran en el mercado, no siempre por el motivo de hacer falta. Ver la mantequilla en forma de vieira o con suave ondulación sobre el material porcelanoso es una de estas pervivencias decimonónicas que a uno le pueden poner en un estado de sentimentalidad llorosa, como acercar el oído a una caracola y que suene de pronto una habanera: pura materialidad de evocación, viejas historias, viejas melodías. Así tomamos la pose soñadora de una señorita o de un brigadier –lánguida la mano y los ojos perdidos- en un cuadro de interiores. Son sentimientos muy siglo XIX y muy antiguos.   Los comedores más brillantes traen hoy el pequeño cuenco de aceite de oliva y con suerte asistimos a su vertido, de clásica unción. Con el paladar limpio y la nariz sin alergias es algo que puede alcanzar supremacías: lo hemos visto, hace poco, con el Dauro mallorquín, a la altura de las glorias nacionales y con enjundia para recibir las medallas de una exposición universal. Eso también era en el XIX. Con la mantequilla se trata más bien de volver a lo afrancesado inevitable que tienen los restaurantes y que recorrió Europa en la edad de los balnearios y las locomotoras –y antes también. Es una resistencia de la memoria que hace un mes nos sirvieron en Lhardy y hace dos en Vía Véneto.   Esa mantequilla moldeada en forma de coquille aparece en las novelas de Thomas Mann que tienen el tamaño de un verano, y aún sobreviven los cigarros de Brema “María Mancini”, hechos en Santo Domingo. Son levísimos consuelos en un mundo en el que ya han desaparecido las poulardas demi-deuil, enlutadas de trufa, y esa gran ceremonia del comer que al repetirse se puede volver arqueología. En cuanto a la mantequilla, mantiene su honor antiguo la francesa del pueblo de Échiré, ciertamente cremosa, y en Italia saben mezclarla con ‘tartufo’ aunque esta delicadeza tenga una brevedad de vilanos ante el viento. Fuera de costumbres tártaras como la mantequilla de yegua, en España tenemos la mantequilla del Alto Urgel y la Cerdaña, y la mantequilla de Soria, que en su habitual versión dulce es una mantequilla de forma voluptuosa y rococó, para una merienda de golosinería. Allí en Soria puede comprarse en las Mantequerías York y pasar entre calorías y suspiros una tarde de melancolías provincianas. “Palacio, buen amigo, / ¿está la primavera…?” La primavera está espléndida este año, con mansos bovinos sobre los campos malvas.

 
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