La patada en el culo

Soy un tipo razonablemente moderado. No comulgo con las ideas de la idiotez política del momento, ni sé hablar lo que Amando de Miguel bautizó hace años como el politiqués, pero tampoco tengo demasiadas muescas en el revólver. Disparo poco y nunca por la espalda. En eso me diferencio de la basura, que dispara mucho y siempre por la espalda. Tengo días ocasionalmente simpáticos y otros muchos, cargantes. Pero no he venido a desvelarles mi personalidad. Comprendan que me gustaría seguir contando con una cierta parroquia de lectores incluso a pesar de mí.

Vengo ardiendo por una chispa de nada, una cólera del primer calor de mayo. No me gusta ser transparente en la barra del bar, ni en los comercios, ni en la cola de la charcutería. Algunas personas estamos untadas desde la niñez por el barniz de la inexistencia física, y créanme, es una tortura. Nos diferencia del resto del universo que no llegamos pegando voces a los sitios, que damos los buenos días a un volumen discreto, el mínimo como para no resultar groseros, y que aguardamos nuestro turno en el supermercado para no importunar a quien ya suele venir importunado de casa, es decir, al que está al otro lado de la barra.

Quizá porque en alguna ocasión nos hemos visto del otro lado haciendo qué sé yo, y tenemos amigos en esa parte de la frontera, conocemos lo que gusta y lo que disgusta, y tratamos de hacer agradable la existencia a quien tiene un trabajo odioso como es atender al público, por más que haya algunos optimistas asegurando que es una ocupación preciosa. Incluso en el peor de mis días, intento regalar una sonrisa a esas chicas de los restaurantes de comida rápida, que deben reír desde la barbilla hasta la gorra, de la mañana a la noche, según dictan sus manuales. Y aún sabiendo que todo es un poco impostado, nadie ha muerto por esbozar una sonrisa corporativa, y a nadie desagrada que el cliente responda sonriente, conocedor del martirio que supone oler a hamburguesas durante diez horas al día.

El público es horrible por el mero hecho de ser público. Y el público español es peor aún. Es ordinario, maleducado, exige derechos que no le corresponden, desprecia como norma al resto del mundo, y pisa la cabeza de quien sea necesario por conseguir 200 gramos de jamón cocido antes que el vecino. El español, en solitario, no mejora mucho las cosas. Resulta odioso cuando abraza esa picaresca mal entendida, que lleva a robar un poquito al concejal, o a intentar viajar en autobús sin pagar, o a colarse en cualquier cola por delante de los demás, como si el resto de los humanos no hubiéramos sido ungidos con su ingenio. Hemos creado un ídolo idiota, el listo, el colón de toda la vida; que antaño recibía collejas y ahora despierta admiración. Es quizá uno de los mejores síntomas de la enfermedad global de España.

A contracorriente y en estruendoso silencio, sufro a diario a los que se cuelan ordinariamente, a los que ríen la hazaña, y a los que jalean las agallas del colón, desconociendo que, en realidad, si se tratara solo de agallas su ídolo tendría la suela de mi zapato tatuada en el culo durante los próximos diez años. Suponiendo que no se viera obligado a buscar discoteca o cine en las proximidades de la Estrella Polar. Sí, confieso que desde mi regreso a los terrenos de juego estoy adquiriendo una extraordinaria habilidad para patear traseros con potencia y eficacia. Lástima que el sentido común me invite a guardar para la intimidad esta ancestral destreza.

Con o sin colones, no me ven los camareros –no puedo decir lo mismo de las camareras-, no me ven los charcuteros, no me ven los de la máquina del parking. El único lugar donde todavía no he perdido del todo la opacidad es en los bares de copas. Y no saben cuánto me alegro. Es posible que después de tantos años se me haya puesto cara de ron y eso facilita las cosas. Hay bares donde puedo llegar y repetir seis veces que quiero un gintonic, que da lo mismo, siempre me pondrán un ron. Y eso es todo lo que puedo esperar de un buen camarero: que sepa mejor que yo lo que quiero beber.

Supongo que aspiro a ser un cascarrabias. A veces facha, a veces carca. Pero casi siempre un salmón, en contra de todo aquello que sume a una mayoría de gente vociferante, en donde la inteligencia está obligada a viajar al ralentí. Me molestan las colas de los bares, y la espera en la última mesa del restaurante. Me indignan los baños sin cerrojo en las discotecas de lujo, que presuponen tu estupidez y tus vicios, y los tickets del guardarropa me queman en las manos. Me aburren las demoras para pagar, y me indignan especialmente los que te meten el codo en la boca para adelantarte y llevarse el último ejemplar de tu periódico favorito.

En grupo, en un restaurante, o ante la barra del hotel, la combinación de mi transparencia innata con la figura del colón subleva mi presión sanguínea, excita mis hormonas, y despierta mi instinto depredador, no sólo limitado a los gurús de Internet. Si me contengo es sólo porque de vez en cuando lo alivio en esta Tribuna, convertida a veces en el diván que me ayuda a no ir pateando traseros a diestro y siniestro. Que, al fin, es cierto: el buen gusto es una recta, el mal gusto es circular, y la estupidez es cíclica. La patada en el culo es justa. Pero rara vez resulta eficaz.

Itxu Díaz es periodista y escritor. Desde el 21 de marzo está a la venta su libro «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

 
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