El pleistoceno político

El presidente del Gobierno ha realizado unas declaraciones a la revista Claves de Razón Práctica en las que, junto a cosas sensatas, se leen otras que no lo son tanto. Entre las primeras destaca su apreciación de que la retirada de las tropas de Irak fue “la decisión de la que más satisfecho me siento como presidente del Gobierno”.   Desde luego, esa decisión de Zapatero tuvo la virtualidad de sacarnos de un avispero. Otra cosa fueron las enemistades internacionales que la precipitación de la medida nos granjeó. En todo caso, pienso que -con el tiempo- se hablará de Aznar, Berlusconi, Blair y Bush como “otras” víctimas (políticas) de Irak, aparte de los más de 2.000 americanos y decenas de miles de irakíes muertos.   Entre las declaraciones de Zapatero menos sensatas, se encuentran las referentes a la posición de los cristianos ante las leyes civiles, y el lugar  de éstas frente a valores superiores, ya se llamen “ley natural”, “derechos humanos” o “principios morales”. Para el presidente del Gobierno es una "reliquia ideológica" la aspiración de la Iglesia católica de que hay una "ley natural por encima de las leyes que los hombres se dan". Aparte de que la existencia de principios o valores superiores a las leyes positivas no es exclusiva de la Iglesia católica, en las  apreciaciones de Rodríguez Zapatero late el viejo error de considerar que  las determinaciones jurídicas contenidas en las leyes positivas (las que emanan de los Parlamentos) agotan el contenido de la justicia.   El presidente del Gobierno viene a entender que cuando la “opinión pública”, a través del mecanismo parlamentario, cristaliza en leyes, una mágica cobertura la refuerza haciendo inamovible este doble postulado: “la ley es todo el derecho” y “la ley es toda derecho”. Pero contra estos axiomas pertenecientes ya a la arqueología jurídica vienen desde hace tiempo soplando vientos de fronda,  impulsados por una concepción de la justicia en la que  la ley no agota el derecho, ni toda ley es, de por sí, justa.   Pensemos en el proceso de Nuremberg. En las sentencias del primer Tribunal internacional, al rechazar la tesis de la "obediencia debida" a la “ley” nacional-socialista y a la cadena de mando cuando exige atrocidades, se potenció la función ética que en la teoría clásica de la justicia corresponde a la conciencia personal. No fue Nuremberg una simple represalia, precisamente porque intentó hacer justicia. Ciertamente una justicia que no siempre encontraba precedente en las leyes positivas, pero sí en ese Derecho escrito en la conciencia de todo hombre de bien. Es decir, demostró que la cultura democrática occidental se fundamenta en valores jurídicos radicales, por encima de decisiones de eventuales mayorías o imposiciones plebiscitarias. Esto no parece compartirlo Zapatero.   Olvida el presidente del Gobierno, que todo ciudadano es corresponsable de las leyes que salen de las  Cámaras legislativas. Los católicos también. Por eso deben actuar en la vida pública procurando que las leyes sean justas. De otro modo cabe el peligro de hacerse cómplices de injusticias de bulto. Obligarles a que en política se olviden de los valores y principios que los mueven es volver a la caverna, intentar precipitarlos, como a Jonás, al vientre de la ballena.   En otro momento, al referirse a la neutralidad del Estado, entiende Zapatero que “la cultura pública debe basarse en valores laicos”. El problema reside es qué entiende por laicidad. Una pista puede darla su consideración de los matrimonios homosexuales como maduración de la ”conciencia democrática”. Ya en otra ocasión había considerado propia de “ideologías religiosas” la  heterosexualidad del matrimonio, lo cual contradice la constante convicción en todas las culturas (desde la china a la soviética  pasando por  la gitana) del carácter del matrimonio como unión entre varón y mujer. Pero, en todo caso, desconoce que desde muy diversas instancias jurídicas, sociológicas y políticas se coincide con lo que así sintetiza   Michael Walzer, profesor de filosofía política en Princeton: “Podemos insistir en que ninguna religión cuente con el poder coercitivo del Estado, lo que implica también proteger a todas las religiones del poder coercitivo del Estado. Pero no podemos impedir a los ciudadanos que se basen en sus propias ideas religiosas para formar su propia línea política”.   Por lo demás, una necesidad urgente de la vida social en las democracias consiste en proteger los derechos humanos del juego político entre mayorías y minorías. El problema no es de fácil resolución, pues ¿cómo identificaremos ese núcleo de valores fundamentales? El presidente del gobierno parece aislar la política y la ley de los conceptos de bien y verdad, que serían sospechosos de contaminación axiológica. El puesto de la verdad sería ocupado por la mayoría, de modo que “justo” es lo que los órganos competentes deciden que es. La democracia, por tanto, sería un puro mecanismo formal de formación de mayorías y minorías. No interesaría tanto el contenido de las leyes cuanto su “bendición” parlamentaria. Frente a este planteamiento, existe otra tesis, que me parece más correcta, para la que la verdad no es el simple producto de la mayoría  política, sino que la precede e ilumina. No es la praxis quien crea la verdad, sino la verdad la que hace posible la praxis correcta. Como autorizadamente se ha dicho, "para establecer un orden de convivencia razonable se necesita un mínimo de verdad”.   En fin, me parece que lo que Rodríguez Zapatero considera como “reliquia ideológica” está hoy en la vanguardia de la protección de la dignidad humana, incluidos sus derechos fundamentales y naturales. Es una pena que sus apreciaciones pertenezcan al pleistoceno de las ideas políticas. Prodi, en su programa de Gobierno, entiende que los valores cristianos son un refuerzo de las raíces de Europa. Prodi acierta, Zapatero se equivoca.

 
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