Me siento pájaro

Al final, están consiguiendo que me aficione a la norma imperante que hace que la voz del sentimiento sea infalible. El problema es que me han enseñado a ser consecuente incluso con mis disparates. De esta manera, es hora de confesarlo: me siento pájaro. No pájaro enjaulado, ni pajarito, ni pajarraco. Tampoco colibrí, que es cursi y liviano, ni jilguero, que es cansino, cantarían y no guarda silencio ni el Día de Difuntos. No me siento exactamente gaviota, que come todo tipo de guarradas en los puertos. Ni tampoco golondrina, que nada tiene que ver conmigo. Con el vértigo que me provocan las alturas no podría vivir empotrado en un tejado. No me siento perdiz, que alimenta a jueces y políticos. Lo del flamenco me resulta atractivo, pero no me veo durmiendo sobre una patita, en plena la calle, cada madrugada. No llevaría bien las burdas imitaciones al despertarme. Me siento, tal vez, gorrión. Gorrión Común, para más señas. Valiente, audaz, ágil, esbelto. Y del montón. Muy del montón.

Les cuento esto porque por fin he entendido mi tiempo, que siempre me ha sido extraño. Surcando el cielo, con mi sentimiento a cuestas, podría no comprender bien las cosas de la tierra. Pero al fin he aprendido el truco de nuestros días. El relativismo, disfrazado de tolerancia y de libertad, consiste en otorgar al sentimiento el poder de la razón. Y eso me hace pájaro, muy pájaro, pajarísimo. Y lo celebro, porque creo que puedo volar muy alto y muy lejos. Muy lejos del Congreso de los Diputados, por ejemplo, donde estos señores, que se sienten muy diputados, legislan sobre corazones, a golpe de lágrima y moco, sin importarles lo más mínimo lo que dicte su mollera. Que, al fin, nada dicta. De ahí el vacío y de ahí la ausencia. Su permanente ausencia de cuerpo, de alma y de razón. Sólo están sus sentimientos, y en especial, el de pertenencia al grupo. A su grupo. Así legislan sangre sentimental, vomitan tolerancia sentimental, reparten justicia sentimental. Y la calle, lagrimea y aplaude. O en todo caso calla, y cree que así respeta. Porque la calle también es sentimental. Por eso me he vuelto pájaro.

Me siento pájaro y no hay maldita ley que me ampare, ni siquiera la de la Gravedad, y estoy cansado de protestar en vano. Por eso quiero ver al Presidente. Abierto, tolerante y un poco de mi especie, pronto entenderá mi problema y legislará. Vaya si legislará. Y después subvencionará. Vaya si subvencionará. También me voy a entrevistar con la oposición, y sé que será un éxito. ¿Cómo iban los de la gaviota a ignorar mi sentir tan pajaril? Mi causa será la suya y al fin seremos manada. Bandada, mejor dicho.

Pensamos como sentimos, y por eso no pensamos. Y por eso todo lo que sentimos, nos lo quedamos, nos lo tragamos. Lo vendemos y lo regalamos. Los respetamos. No respetamos al hombre, al ser humano, al individuo, que ya no existe como tal, sino a sus sentimientos. Y todo queda entre lágrimas colectivas. Por eso es el tiempo y la hora de la imaginación y de los sueños. La hora del derecho a ser lo que uno siente. La hora del derecho a hacer lo que uno siente. La hora del derecho a decir lo que uno siente. Sienta lo que sienta. Piense lo que piense. Sea lo que sea.

Lo primero que hace el sentimiento, cuando le regalamos las llaves de la razón, es amordazar a la conciencia, y sustituirla por lugares comunes. Así evita enfrentarse a los individuales, siempre más incómodos. Y así es como se ahorra escuchar los aullidos agónicos de una razón que está, aunque no la sintamos.

Este tiempo reduce al hombre a una única verdad que es bonita, solidaria, sonriente y amable. Pero que es mentira. La verdad de que puedo volar y volar desde lo alto de cualquier montaña y no romperme los dientes contra el suelo. Una verdad que es un doloroso tormento. Una tragedia de la que ni tu ni yo -probablemente bastante pájaros- somos culpables. No sé si los ideólogos de esta odiosa trampa para gorriones pueden decir lo mismo. Da igual. No dirán ni pío. Los muy buitres.

 
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