Una tecnocracia deseable

Es un sentir que arrecia o amaina, pero nunca desaparece: por lo común se considera a los políticos unos seres muy cargantes. En el peor de los casos –y entonces arrecia esta sensación–, porque se aprovechan ilícitamente del cargo para cometer fraude. En el mejor –y entonces la sensación amaina, sin que se desvanezca–, porque aunque sean honrados, cuando lo son, hay que sufragar sus gastos y además soportar esa incesante matraca suya, en que cada tablilla es una simplificación interesada. Puesto que el progreso consiste en maximizar beneficios minimizando daños, no estaría mal que este siglo legase a los venideros, como revolución tranquila, una política liberada de los políticos. El logro en un plazo breve parece una cuestión no tanto de medios como de voluntad.

En este sentido, una vía posible para purificar la política, para despojarla de las peores adherencias que le aporta el factor humano –manipulaciones, corruptelas, apoltronamientos, altos costos–, es la despersonalización absoluta de su ejercicio a través de una tecnocracia plena. No la entendamos como el gabinete formado por eficientes señores de habla monocorde, lentes bifocales y trajes gris marengo. Ni siquiera ellos harían falta, porque con el término tecnocracia nos referimos aquí, dándole un contenido diferente del habitual, ni más ni menos que al poder de la tecnología. Mejor dicho, a la gestión del poder –la soberanía seguiría inalterada– a través de la tecnología.

Hasta ahora las relaciones de esta con la política han sido superficiales, mutuamente recelosas. En realidad, lo más audaz ha sido experimentar con el voto electrónico en ciertos lugares y momentos. Lo de siempre, con ahorro de papel. Una tecnocracia asentada significaría algo completamente distinto: se votaría un programa político a través de un programa informático, que lo aplicaría sin intermediarios. No habría representantes –por lo tanto, desaparecerían entre otros males el transfuguismo, el absentismo parlamentario, las dietas–, lo cual no quiere decir que no hiciesen falta los partidos. Estos elaborarían igualmente sus propuestas de gobierno, que someterían de forma aséptica a la consideración del ciudadano.

El punto débil de esta aspiración quizá se halle en cómo efectuar el poder ejecutivo. Habría que arbitrar medidas para que los contenidos del programa electoral elegido por la mayoría se fueran desarrollando de forma automática y telemática según un calendario predeterminado –así se acabaría también con otra práctica nefasta como es la de las promesas incumplidas–, eso sí, tras atender por correo electrónico –y acaso echar directamente a la papelera de reciclaje– las alegaciones de quienes se posicionaran en contra: lo mismo que ocurre ahora con la oposición. En casos de contingencia, como una segunda invasión de Perejil o la posible intervención de una caja de ahorros, un potente dispositivo informático podría barajar todas las variables de cada circunstancia para adoptar la decisión más oportuna.

Apelo a la generosidad de los políticos de hoy para que no haya políticos de mañana. Les insto a que se hagan un harakiri altruista destinando ingentes partidas a esa fórmula que tanto les gusta citar, I+D+i, no sólo para sustituir por energías limpias los combustibles fósiles, como ya se hace, sino también para acabar con tantos fósiles incombustibles que se agarran calcáreamente a su sillón. Les animo a que inviertan en ingeniería informática para descubrir y mejorar esos maravillosos ingenios computacionales que a ellos los harán irrelevantes. Y aunque aparezcan en el horizonte sombras de distopía, pues quién sabe si los ordenadores pueden acabar cobrando vida propia o quizá suframos en el sistema operativo central un ataque de hackers proetarras, nada será tan grave ni tan oneroso que no pueda subsanarse con el equivalente al sueldo anual de dos o tres consejeros autonómicos.

 
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