El tránsito a la afición

¿Por qué nos gusta lo que nos gusta –más allá de las funciones naturales–, y cómo empezó a gustarnos? Tendemos a considerar las aficiones algo tan asimilado, tan propio, tan de cada uno, que la cuestión parece irrelevante. «¿Por qué me gusta la pesca con mosca? Eh…, uhm…, porque sí, supongo.» Mal supuesto. El origen de toda afición tiene algo de dramático que no debe despacharse tan irreflexivamente, pues está relacionado con la esencia de lo que somos: tiempo. Hay un tiempo productivo, el del trabajo, que es pautado y por eso cómodo, aunque tantas veces lo maldigamos. Pero luego hay un tiempo excedente, el del ocio, que ofrece un despliegue casi infinito de posibilidades para evitar ese fenómeno no sé si lo bastante atendido como el potentísimo activador que es: el peligro de aburrirse.

Aburrirse conlleva, de algún modo, mineralizarse, no hacer, no sentir, perder el tiempo o al menos percibir que se pierde, cuando nuestro tiempo es tan valioso precisamente porque no se mide por milenios como el de los minerales. El aburrimiento es un vacío vertiginoso que no puede permitirse un ser, como el humano, que dispone de poco tiempo y además lo sabe. Se impone actuar frente a la muerte, pero tampoco es que todo el mundo esté llamado a ser sublime sin interrupción, como pedía Baudelaire. Aunque no sería inverosímil que la conciencia de finitud engendrase en cada uno el afán de emprender magnas empresas para legar a las generaciones futuras, lo cierto es que la mayoría de nosotros nos conformamos con ese modesto analgésico del dolor de vivir que son las aficiones. 

Ahora bien, el asunto es cómo se produce el tránsito a una afición, de entre las innumerables que existen, por qué se adquiere justo esa, sin perjuicio de que puedan incorporarse otras en lo sucesivo. ¿Por qué me gusta leer? Seguramente, más porque solía ser un niño solitario y de carácter retraído que por un inveterado amor a las letras. ¿Por qué al hipotético interlocutor del comienzo le gusta la pesca con mosca? Probablemente porque su abuelo pescaba con mosca y, sin menospreciar el factor emotivo, heredó los bártulos. ¿Por qué se afana en aprender a tocar el clarinete ese muchacho que tiene tan mal oído para la música? Quizá porque desee intimar con la clarinetista rubia del club de jazz. Las motivaciones son diversas, pero el mecanismo no cambia: aficionarse es focalizar la atención en un aspecto de la realidad multiforme, y mantener esa atención de modo sostenido en el tiempo.   

Las aficiones cuentan con su propia derivación hipertrófica, que es el coleccionismo. Las colecciones –no se incluyen aquí los coleccionables– son sistemas presuntamente cerrados en los que siempre acaba faltando la posesión de alguno de sus elementos –incluso en los álbumes de cromos siempre está el «difícil»–, y eso es lo que les confiere su carácter adictivo. Hay personas que consagran su vida a disciplinas muy asentadas como la filatelia, la numismática o la entomología; otras acopian elementos a veces mucho más sui géneris (véase La escopeta nacional, de Berlanga). El coleccionismo, hipertrófico y todo, acaso constituya en fin el mejor lazo solidario entre generaciones para combatir el peligro del aburrimiento y su vacío vertiginoso ante la muerte. Es un decir con la mano ya desfallecida: «Toma hijo. Continúa».

 
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