¿A los treinta, como en los treinta?

En los periodos de crisis económica mandan los números, conque contemos hasta diez para hilvanar una breve humorada numeral. Los jóvenes sienten que los han cogido de primos en materia de vivienda. Cada dos por tres oímos de alguien que se buscó un cuarto alquilado allá por el quinto pino, pero un sexto sentido ya advertía de que no puede uno vivir libre en el séptimo cielo sin un ochavo en el bolsillo. Para un cambio de suerte, sólo queda rezar una novena o confiar en el décimo de lotería, ahora que el crecimiento tiende a cero. 

Eso, o volver a la casa de los padres. El País ha dedicado un reportaje a los infortunados que rondan la treintena y que un día volaron del nido describiendo un bucle alicorto, porque el paro y la severidad bancaria los han forzado a regresar. Maliciosamente debe añadirse que en algún caso ha operado una suerte de justicia poética. Hay quien arrendó su parcela de independencia a sólo tres o cuatro manzanas para no tener que rendir ninguna cuenta, a la vez que externalizaba los ingratos servicios de lavandería y catering en la muy ventajosa contrata de mamá. No es bueno olvidarse de que también en lo doméstico hace falta una homeopatía de derechos y deberes. Calcetines limpios y mesa puesta, pero cama hecha y a ver a qué hora llegas, so haragán.

Tanto arrecia el temporal financiero que surgen por doquier los análisis en torno a las semejanzas con el crack del 29. Puede ser que lo más grave aún no haya llegado, pero cuesta imaginarse masas y masas desposeídas, taciturnas y atragantadas con las acerbas uvas de la ira, como las que retrató la agencia Reuters durante los años de la Gran Depresión. Hoy por hoy –siempre cabe la peoría–, decir que la vida a los treinta años se parece a la de los años treinta es como comparar una glaciación con la escarcha matutina. Cierto que quienes rondan esta edad están expuestos a los vaivenes laborales y a las dificultades crediticias, especialmente crudas para una generación habituada a satisfacer de inmediato sus caprichos, pero seamos sinceros: por ahora, el cambio no se trasluce en la disyuntiva entre ir descalzos o rebuscar entre los desperdicios unas malas alpargatas, sino más bien entre comprarse unos zapatos nuevos o ir tirando con los de hace un par de meses.

Sin ánimo de parecer frívolo, a veces tengo la impresión de que nos produce un cierto placer masoquista, sobre todo en el mundo periodístico, forzar analogías y sentir que estamos viviendo el último eslabón en la cadena de los sucesos más ominosos de la historia. Hubo quien se apresuró a escribir que con el 11-S comenzó la Tercera Guerra Mundial –y así fue en cierto modo, pero comparemos magnitudes con sus dos predecesoras–, y ahora no falta quien encuentra un Jueves Negro bursátil los siete días de la semana. Sin restar importancia a los fenómenos que la tienen, tampoco es necesario desayunarse con un zumo de apocalipsis todas las mañanas. Y se lo dice alguien que dentro de dos meses va a cumplir los treinta. 

 
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