El trofeo no se muerde

Se ha puesto de moda, entre los deportistas que se proclaman campeones de alguna competición, morder con ahínco el trofeo instantes después de la entrega. Hasta hace poco era suficiente con el beso pegajoso, el alzamiento solemne o el clásico simulacro, ingenioso y ocurrente, en el que el ganador finge beber de la copa con alegría. Hoy las celebraciones han ido degenerando y la mordedura parece imponerse. Se trata de un mordisco seco y salvaje, que se lleva a cabo enseñando bien toda la piñata, cerrando el ojo de derecho y arrugando mucho la nariz. Los fotógrafos que se empujan y se pelean por lograr la imagen más cercana al mordisco desconocen el altísimo riesgo de ruptura del diente. En caso de que al campeón se le parta el teclado en el mordisco cualquiera de los osados periodistas podría sufrir el terrible impacto de un fragmento de incisivo desertor o de canino fugitivo. Dicen que es uno de los peores y más dolorosos del mundo, después del choque de cabeza humana contra cabeza humana, y del de cuerno de toro contra trasero humano.

Los que padecemos de cierta grima ante la mordedura de metales –sean o no preciosos- sufrimos injustamente con la estampa del bocado al asa de la copa. Hace pocos días fue un tenista, poco antes lo había hecho un futbolista y me informan de que algunos de los últimos ciclistas triunfadores también se han dado a la incomprensible moda de mordisquear el premio. No logro adivinar el significado de tal gesto, que contraría lógicamente al otorgante, y encrespa al diseñador del trofeo.

Cualquiera se habría escandalizado si el fallecido Paco Umbral, al recibir el premio Príncipe de Asturias en 1996, hubiera mordido con insistencia el diploma ante las cámaras de los medios de comunicación de todo el mundo. Mucho más revuelo se habría armado si, en lugar de morder el diploma, con los nervios, le hubiera mordido la mano al Príncipe. A bofetadas habría terminado aquello, si en el colmo de la confusión le hubiera mordido la mano a la Princesa. Además habría sido un milagro, porque en 1996 Sus Altezas no se conocían y Doña Letizia vivía entregada al relativo anonimato del periodismo. Nadie habría comprendido tampoco, cuando la Reina de Inglaterra nombró Sir a Alfred Hitchcock en 1980, que éste le hubiera pegado un mordisco a la medalla que lo acredita, le hubiera quitado el sombrero a la monarca y lo hubiera lanzado al aire en señal de júbilo.

Las costumbres y manías sin sentido son peligrosas porque no saben hacia dónde caminan y pueden terminar en tragedia. Lo sucedido con las celebraciones de los goles en los partidos de fútbol resulta buena muestra de ello. Hace pocas semanas me enviaron un vídeo con algunas de las más originales celebraciones de goles que tuvieron lugar, en los últimos tiempos, en campos de fútbol de todo el mundo. Desde el baile de la Macarena hasta el lanzamiento del banderín de corner al público, pasando por levantar la patita junto a una valla publicitaria simulando una frecuente costumbre canina, por arrebatarle la banderola al juez de línea y utilizarla cual micrófono en concierto de U2, o por aquella en la que todo el equipo se echa al suelo y simula remar en una trainera. Sin duda la más cruel de todas las celebraciones es una en la que el goleador se acerca en carrera a la mascota del equipo, un gigantesco, sonriente y encantador oso de peluche vestido con la camiseta oficial, y sin pensárselo le atiza una gran patada de kárate en la panza, tumbándolo con gran estrépito ante la locura general en las gradas. Terrible celebración que dejó llorando a los niños de todo el estadio -de ambas aficiones- y que fue duramente reprendida por todos, aunque especialmente por el ocupante del disfraz de oso, que de no ser detenido por el masajista habría ajustado las cuentas allí mismo, por tan bochornoso e injusto derribo.

Lo de los goles, en el fútbol, lo doy por perdido. No hay tiempo para pensar. Demasiada emoción concentrada en muy pocos segundos. Pero lo de la mordedura de la copa o la medalla en las entregas de premios no tiene justificación. El trofeo no se muerde. Escribo esto dejándome llevar por la euforia del primer partido de España en la fase final de la Eurocopa y adelantándome a los acontecimientos. Porque nada me fastidiaría más que ver a Iker Casillas entregado a la ridícula y desagradable tarea de mordisquear la Eurocopa el próximo 29 de junio. Aunque bien pensado, ojalá haya trofeo que llevarse a la boca.

 
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