La vida en pantalón de pana - Las cuatro estaciones en el campo

Recuerdo la estrella de la tarde cuando salgo de una tienda de Velázquez; una copa en Santa Ana me lleva a esa última hora del paisaje en que se confunden las ovejas con las rocas y una esquila suena para confirmar que no es un sueño. Cuando pasan cosas como estas, ha llegado el momento de irse al campo. Uno va poco al campo porque entran tentaciones de quedarse, porque es demasiado fácil imaginarse siempre aquí, por la intuición de que hay que administrarse sin abuso incluso las bondades de la vida.

Basta salir del coche para saber que existen alegrías inmunes a cualquier escepticismo: un aliento en la mano, un toque en la pierna; son los perros, que nos han reconocido. Aquí todo nos reconoce y en todo nos reconocemos: quizá eso y no otra cosa es una casa. Solo en la casa, la imaginación ve por los pasillos las viejas sombras familiares, el paso rápido de mi madre, el paso encorvado de un abuelo, el paso –en triciclo- de un sobrino, como una continuidad o una renovación.

Sí, las casas lo son casi todo, aunque sólo sea porque conviene tener un lugar –perdonen el argumento- donde caer legítimamente muerto. El viejo ritual es ir cuarto por cuarto: años atrás, me gustaba que hubiera cambiado algo, un cuadro, una lámpara, con la solicitud femenina que siempre hay detrás de eso; ahora prefiero ver que nada cambió, en el entendido de que es mejor que a nuestro pasado no le cambien los muebles de su sitio. Creo que, igual que somos nuestra alegría y nuestro dolor, es decir, que nuestra alegría y nuestro dolor entran en el torrente sanguíneo del alma y no son como jorobas que lleváramos encima, también me parece que, más allá de nuestras opiniones y nuestras lecturas, somos en buena parte lo que han sido otros por nosotros, un eco condensado de tradiciones mínimas, de herencias secretas, de voces familiares. Eso está aquí; la memoria se hace un presente, vivimos siempre con los vivos y los muertos.

Es curioso que la gente odie tanto el campo cuando ya hay insecticidas, agua caliente, cobertura móvil, tdt. Por mi parte, hace años que sueño con vivir en pantalón de pana, en un retiro vínico-libresco con varios kilómetros lineales de burdeos puestos a envejecer y novelas del XIX puestas a enmohecer. En el campo se suele comer mejor, no ya por el régimen autárquico que propician huerta y animales ni por la grata eventualidad de unas liebres que alguien tiene a medio desollar en la cocina sino –ante todo- porque estamos más sujetos al clima y a los vinos buenos les viene bien pasar de la bodega al comedor hasta estar –como se decía antes- chambreados. A la hora de cenar, comienzo un solo de jamón y es fácil sentirse como Sarasate ante el violín. En cuanto a los sueños, concretamente los sueños de retiro, me temo que también están entre las cosas que hay que administrarse con prudencia.

El invierno, ciertamente, no parece ser la estación más propicia para irse al campo, aunque en Madrid abunden las nieblas dickensianas o de cuando en cuando se entrevea, al caer la noche, a un flâneur a la luz de las dramáticas farolas. La Navidad sí parece tener más sentido en el campo, cuando es la medianoche de la nochebuena y uno piensa que los bueyes se arrodillan y la luz de la casa alumbra en la distancia como si quisiera decirnos algo hondo: la vida como resistencia en la alegría, tal vez, o una soledad vencida por el amor. Los humanos necesitamos arroparnos, solos somos poca cosa.

El verano –el verano español, que puede ser terrible- tiene en cambio el prestigio de sus tardes infinitas, la alegría que salpica del agua, ese silencio santo de la siesta en el que todavía nos parece escuchar un murmullo de rosarios, las cenas míticas bajo el cañizo, con el rubor de los tomates y el amarillo español de la tortilla; las mujeres que hacen confituras, todo lo que alguien llamó ‘la sabiduría de la mesa de la cocina’, la sugestión perpetua de las vacaciones como polo de lo que entendemos por felicidad o como remisión a las idealidades de un pasado que persiste, año a año, en el olor nocturno del jazmín.

El otoño viene con vino nuevo, con el desaliento vital consolado por los dones de la estación de la abundancia y el declinar multicolor de las hojas de la parra no tanto después de oír –caído el verano- la berrea de los ciervos que pone temblores por la mancha. La primavera llega modesta a las tierras pobres, con una insinuación cuaresmal en los colores de las cunetas, hasta que un día de mayo los prados están mullidos y hay una fiesta ‘champêtre’ y uno vuelve a creer en todas las flores, y el sol no es de justicia sino de misericordia y el mundo entero vuelve a ser ‘un líquido esplendor’, y uno le diría algo a la moza de mejillas color albaricoque si no estuviera ahí su novio, que es electricista pero parece sobre todo culturista.

Ahora, cada noche, subo a la biblioteca y fumo un cigarro mirando las luces de Portugal: imagino entonces, como una escena de pintura, las familias reunidas para la cena, y miro las casas con curiosidad casi afectiva, como seguramente ellos miran la luz solitaria de esta casa en el campo, quizá preguntándose algo, sabiendo o sin saber que, a ellos también, alguien les mira. Es el poema que nunca escribiré. Pasada la Navidad, por aquí quedan las cosas más sencillas: la humedad de la noche en la mañana del naranjo, un silencio sincopado por los pájaros, la hora de calor del mediodía, acunar junto al fuego un buen coñac, cansar los ojos sobre unas páginas amarillas hasta que da la hora de dormir, ese barro en los caminos que, al secarse, quedará como una cicatriz sobre la tierra. Todo son gestos pequeños, como el fogonazo de luz de las mimosas, la experiencia del silencio redentor. Nuestra cara, acostumbrada al azul windows, a la luz indirecta de la hostelería, se siente revivir al aire frío, enrojece al lado de la lumbre, se hace a la suavidad de las buenas mantas. De momento, no echo de menos el mundo, con sus dones equívocos y sus bandejas de sushi. La decisión más trascendente del día es elegir el bombón para el café. Quién nos iba a decir que era un destino, la alegría. Buenas noches.

 
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