Sosiego monástico

En lugar de ir al psicólogo o practicar la meditación vipassana, Elizabeth McCafferty, periodista británica, se fue a un monasterio católico para encontrar la paz que buscaba

“Pascal decía que la infelicidad del hombre proviene de una sola causa: de su incapacidad para permanecer solo, sin hacer nada, en su habitación”.
“Pascal decía que la infelicidad del hombre proviene de una sola causa: de su incapacidad para permanecer solo, sin hacer nada, en su habitación”.

Un consejo para futuros psicólogos: si quieren conocer cómo funciona la mente humana, dejen de lado a Freud, cierren sus libros de psicología positiva y silencien los podcasts de los Rojas. Hagan una buena inversión y cómprense los tres volúmenes de la Filocalia, la colección de escritos de los padres del desierto.

Quizá se pregunten si monjes como Evagrio Póntico o Juan Casiano, que se alejaron del ruido del mundo buscando la soledad, tienen algo que decirnos a los urbanitas de hoy. Sí y mucho. No solo que nos desprendamos de los auriculares para escuchar en algún susurro la voluntad divina. Algunos piensan que los estilitas, que pasaban la vida de pie sobre una columna, estaban locos, pero desconocen que, en sus cabales o no, conocían a fondo los entresijos del ser humano.

De hecho, cada vez son más los contemporáneos que recurren a la sabiduría monástica y la emplean como una brújula para encontrar el norte en sus días. No es necesario vestirse de sayal o llevar una gran cruz. Ni siquiera ser creyente, porque el orden vital que aconseja Benito en su regla o la manera en que los cartujos ayudan a apagar ese runrún interior, conviene a todos, cristianos o no. 

Los monjes, los padres del desierto, conocían la dinámica psíquica y aconsejaban a los destruidos por la zozobra mucho antes de que se inventara el psicoanálisis

¿Extravagancia? ¿Moda rara? ¿Impostura? Me gusta recordar a este respecto la anécdota de un filósofo americano, judío de nacimiento, que, ya mayor, pensó en apuntarse a la moda de la meditación trascendental. Con buen criterio, con mucho sentido común, se dijo que por qué demonios tenía que adoptar una costumbre oriental cuando su padre le había enseñado desde muy pequeño a rezar. Desde entonces se propuso entonar el Shema Israel cada mañana y cada noche, como es costumbre entre los ortodoxos.

Del mismo modo, es una contradicción que nosotros, hijos del cristianismo, nos empeñemos en aprender sánscrito o en hacer yoga, a modo de terapia, cuando hay tradiciones que nos son más próximas y pueden servirnos más eficazmente para domeñar nuestros demonios interiores. Los monjes, los padres del desierto, conocían la dinámica psíquica y aconsejaban a los destruidos por la zozobra mucho antes de que se inventara el psicoanálisis.

Sobre la necesidad de silencio y soledad -dos de las prácticas monásticas- se ha escrito mucho, desde Pablo D’Ors a Rafael Gómez Pérez. Más reciente y amplio es una recopilación de textos de Hugh Feiss, un cisterciense que ha reunido citas de maestros de la espiritualidad cristiana muy atinadas para el hombre de hoy. Quizá no sea lo nuestro interrumpir el trabajo para rezar el oficio divino, pero para entrenar la atención, evitar la dispersión mental y la multitarea viene como anillo al dedo la lectura de Sabiduría monástica (Elba).

Pascal decía que la infelicidad del hombre proviene de una sola causa: de su incapacidad para permanecer solo, sin hacer nada, en su habitación. No sé si Elizabeth McCafferty decidió pasar una semana con las benedictinas de Minster Abbey para poner remedio a su triste vida. Su experiencia ha sido revolucionaria, según cuenta en un artículo para The Guardian, y no precisamente por haber descubierto la fe. En la soledad de la abadía, sin móviles, sin necesidades, sin tareas ni acciones que completar, sin wifi -sin espejos en los que mirarse-, ha descubierto que la sencillez puede ser un camino mucho más directo para la paz y la felicidad.

Aparentemente, McCafferty no ha cambiado de vida, pero la estancia en el monasterio ha sido catártica. Ha tomado conciencia de sí misma. Estar a solas y sin preocupaciones ayuda a conformar un espacio para que comparezca nuestra identidad y descubrir quién somos, así como los valores que nos guían. Y ese es el primer paso para aceptarse.

 

La periodista británica no ha abjurado de la diversión, pero ahora sabe que a veces meterse en Netflix o hacer scroll, zampando vídeos o información intrascendente, puede ser contraproducente para encontrar el sosiego. 

Estar a solas y sin preocupaciones ayuda a conformar un espacio para que comparezca nuestra identidad y descubrir quién somos, así como los valores que nos guían. Y ese es el primer paso para aceptarse

Estar una semana en silencio da para pensar en muchas cosas; incluso en menos tiempo se puede recomponer una vida, restablecer prioridades, aclarar valores o examinar la coherencia de nuestras decisiones. A este respecto hay dos enseñanzas de los monjes que pueden ser especialmente idóneas para ello: repartir la jornada entre diversas actividades y pasar cada día un tiempo en silencio.

Convendría que quienes estuvieran todavía presos de prejuicios antirreligiosos -o antimonásticos- recordaran algo: muchas de las prácticas religiosas tienen su origen en la filosofía, en lo que los pensadores clásicos llamaban el cuidado de sí; de ahí pasaron al cristianismo.

En la sabiduría de esos monjes, profunda y ancestral, McCafferty aprendió una diferencia fundamental para alcanzar una vida lograda o satisfactoria: la diferencia entre querer algo y necesitarlo. Esa lección, para que sea eficaz, no puede ser enseñada desde un diván; la hemos de encontrar cada uno en la soledad de nuestro cuarto.

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