Elogio de la lentitud

Nunca he salido de casa por la mañana en menos de media hora, nunca he acabado un examen a tiempo, y a menudo otros tienen que despertarme de mi ensimismamiento. Lo reconozco: soy muy lento. Es por ello que, en ocasiones, agotado por el ritmo frenético de la jornada, me refugio en la cafetería y, ya relajado, con la taza humeante entre mis manos, observo por la ventana a los paseantes.

Miento. "Priseantes". Aquel cruza el paso de cebra en tiempo de campeón olímpico; aquella, con el móvil en sus manos, ni vuelve la cabeza tras chocar contra otro peatón; ese otro se marcha tras comprar el pan sin siquiera un "–adiós-"; y allá en el asfalto, el conductor, naturalmente ansioso tras la puesta en verde del semáforo hace ya un segundo, aporrea el claxon hasta que avanza el coche delantero.

Y detrás de aquel, de aquella, de ese otro y del conductor, detrás de todos ellos, una magnífica puesta de sol, en la que el cielo anaranjado, fusionándose con el verde de los árboles, crea una sinfonía de color y poesía. Mañana como hoy, los mismos esclavos del frenético ritmo del siglo XXI seguirán achacándome mi lentitud. –Lo siento. Lo siento por ti-.

 

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