El libro, ese amigo fiel

Estantería de libros antiguos

Hace unos meses, estaba tomando mi café matutino, instalado en una de las mesas de la cafetería de la Facultad de Letras de la UAB y enfrascado en la lectura del libro de Juan Eslava GalánDe la alpargata al seiscientos”. Una camarera, como de costumbre, recogía las mesas. Al llegar a mi altura, me dijo: “Hoy estás solo”. A lo que yo le respondí: “Nunca se está solo, si tienes un libro abierto y en las manos”. Traigo a colación esta anécdota personal para contextualizar el objeto de mi reflexión de hoy: el “libro”, ese gran amigo, siempre disponible, paciente y fiel,  Cicerón dixit; y la “lectura”, esa actividad tan gratificante y tan fundamental pero, al mismo tiempo, tan desprestigiada y olvidada, por desgracia, hoy en día.

En la sociedad actual (y cada vez más, en la futura), los ciudadanos debemos hacer frente a dos enemigos letales para la salud, tanto psíquica como somática: por un lado, el “individualismo” galopante; y, por el otro, la “soledad”, hija del individualismo y de un déficit comunicativo cada vez mayor. Para escapar y protegerse de esta espada de Damocles que es la soledad, los seres humanos nos estamos auto-engañando masivamente con ciertos “gadgets”, que crean la ilusión de establecer lazos y de crear redes de amigos.

Cuando hablo de “gadgets” me refiero al uso inapropiado de las tecnologías de la información y la comunicación (las TIC), y, en particular, de las redes sociales y de ese artilugio, pegado a cada ser humano, que es el móvil. En realidad, estos medios nos aíslan al crear un espejismo de comunicación. Y, de esta forma, se incrementa, aún más, el individualismo, la soledad y el “spleen” de vivir.

Los usuarios de los móviles y de las redes sociales estamos confundiendo, como subrayó muy acertadamente el Papa Francisco en una entrevista reciente, el hecho de “estar conectados”, que es una cuestión técnica y mecánica, con el hecho de “estar comunicados”, que es algo muy diferente y que implica compartir, intercambiar, poner en común para transformar y hacer crecer al otro.

Y, en base a esta confusión, pensamos y creemos que no estamos solos y que tenemos cientos o miles o millones de amigos gracias a Facebook, a Twitter, a Instagram, etc. ¡Craso error!

 En estos contextos y en estos medios, emplear el término “amigos” es utilizar la palabra en vano y prostituir el lenguaje. Estos amigos virtuales no son amigos y se puede afirmar que no llegan ni siquiera a la categoría de “conocidos”. Son simplemente un espejismo de la verdadera amistad y un auto-engaño.

En efecto, como dice el refrán castellano, los auténticos amigos  se cuentan con los dedos de una mano y nos sobran dedos. Por eso, ¡menos lobos, Caperucita, con los cientos o miles o millones de amigos, conseguidos gracias a las redes sociales!

Para destetarnos de estas ilusiones y quimeras comunicativas —creadas por los móviles y las redes sociales— y hacer frente al individualismo, a la soledad y al sucedáneo de la comunicación imperante —verdaderas epidemias en las sociedades modernas— disponemos de dos antídotos o vacunas muy eficaces, que perjudican seriamente nuestra soledad y también nuestra incultura: el “libro” y la “lectura”.

Estos dos términos designan dos realidades interdependientes, que se implican necesariamente. Es una verdad de Pero Grullo afirmar que, sin libro, la lectura sería imposible; y que la lectura es la que justifica la existencia del libro al que, por cierto, da vida.

 

Además, entre el escritor y el lector se produce también una fuerte interdependencia, que Michel de Montaigne expresó magistralmente cuando escribió que la palabra o el texto son mitad del que habla o escribe y mitad del que escucha o lee (Les Essais, Livre III, Cap. XIII: “De l’expérience”).

Este punto de vista fue argumentado y corroborado por el semiólogo francés Roland Barthes, que puso el acento también en esta simbiosis entre el escritor y el lector, al afirmar que el lector es el que pone siempre el punto final a un libro y el que lo preña de sentido. Sin él, el libro sería letra muerta, sin vida.

Los libros no son un producto de usar y tirar (A. Gallimard). Son, más bien, esos amigos que, según Cicerón, “están siempre a nuestra disposición y nunca están ocupados”. Por eso, dejó escrito que “si tienes un jardín y una biblioteca, tienes todo lo necesario” para ser feliz. Además, el libro permite “trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía” (J.F. Kennedy).

Comparados con los auténticos amigos de carne y hueso, que se pueden contar con los dedos de una mano, el número de amigos-libros es prácticamente infinito, si los comparamos con la brevedad de la vida humana para entrar en comunicación con todos ellos y cultivar la amistad. Estos instrumentos de comunicación en diferido, que son los libros, pueden ser comparados con las flores que, en primavera, están henchidas de polen y de néctar, que las abejas recolectan y liban.

La lectura, por su lado, es el proceso desencadenado por el lector-abeja, que transporta el polen y el néctar de una inteligencia (la del escritor) a otra (la del lector). Algunos han considerado muy acertadamente la lectura como el viaje, gracias a la lengua, de aquellos que no pueden coger el tren, el avión, el barco o el coche. Así, sin otros artilugios, sin desplazarse en el espacio y a pesar de leer sólo letras, el lector puede ver imágenes, contemplar paisajes, oír otras voces,… y vivir miles de vidas distintas. Por eso, Flaubert afirmaba que “leer es vivir”; y Napoleón consideraba que la “lectura era para el espíritu lo que la gimnasia es para el cuerpo”.

Además, en base al papel jugado por la verbalización lingüística en el psicoanálisis, se habla cada vez más del valor terapéutico y taumatúrgico de la lectura. En efecto, en el marco de la “biblioterapia”, se prescribe la lectura de libros para ayudar a superar conflictos. Ahora bien, no se trata de la prescripción de “libros de autoayuda”, sino de algo muy distinto. Maruja Torres, lo tenía muy claro cuando escribió que «algunos leen libros de autoayuda; otros simplemente leemos para auto-ayudarnos».  

A pesar del provecho y de los beneficios potenciales, tanto desde el punto de vista personal como social, que se pueden sacar del libro y de la lectura, los españoles leemos poco y mal. Según el “Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros, 2017”, más del 40% de los españoles no ha leído un libro en su vida ni piensa hacerlo.

Este porcentaje es superior a la media  de los países europeos de nuestro entorno (30%). Además, a pesar de que leemos un poco más que en años anteriores, leemos peor. En efecto, la lectura tranquila, atenta y reflexiva, que necesita la lectura de un libro, no ha mejorado.

Por otro lado, a partir de los 25 años, se produce un descenso significativo de los índices de lectura. Y, en las bibliotecas, los préstamos de libros han disminuido en los últimos años. Además, a pesar de que haya aumentado ligeramente el número de compradores de libros, el número de libros mercados anualmente ha disminuido. Finalmente, tanto en la escuela como en casa, las horas dedicadas a la lectura en España están por debajo de las de los países de nuestro entorno.

Ante esta triste realidad,  para el período 2017-2020, se ha implementado un “Plan de Fomento de la Lectura”. Con él se pretende que los españoles leamos más y mejor. Ahora bien, los resultados esperados son inciertos y pueden hacerse esperar por la competición que la lectura debe librar con otras formas más motivadoras de divertirse y matar el tiempo: la TV, las redes sociales, el móvil, etc. Y, por otro lado, la lectura, como la amistad o la felicidad, no es algo que se pueda imponer: “Con nuestros amigos los libros, si pasamos una velada en su compañía, es solo  porque realmente nos apetece”,

 Marcel Proust dixit. Pastichando el adagio popular “la letra con sangre entra”, Pedro Salinas afirma, por su lado, que “la letra con letra entra”. De ahí el papel de la escuela para inocular en los niños y jóvenes el virus adictivo de la lectura de libros.

Por eso, no dejemos para mañana lo que podamos leer hoy. La lectura perjudicará seriamente nuestra ignorancia y nuestra soledad. La lectura nos hará más libres y menos manipulables. Nuestra reputación social y nuestra autoestima dependerán de ella, como rezan estos aforismos posmodernos: “Dime qué lees y te diré quién eres” o “Dime quién eres y te diré qué lees”. Para cambiar radicalmente nuestro destino, como escribió D’Alembert, “no hacen falta otras armas que el libro y la palabra”. Por lo tanto, ¡Apaguemos la televisión y los móviles y abramos un libro, ese auténtico y gran amigo, siempre disponible, siempre paciente y siempre fiel!

© Manuel I. Cabezas González

www.honrad.blogspot.com

28 de julio de 2019

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