Reflexión en noviembre 2020

Noviembre tiene su encanto, aunque la lluvia moleste nuestras salidas o paseos. Cuando no había televisión ni internet, a algunas niñas les encantaba, las tardes lluviosas de otoño, rodearse de libros de cuentos. Algunos padres leían, a sus hijos, vidas de santos o les compraban  libritos con relatos de la Biblia bellamente ilustrados (todavía es así en algunas familias). Lo recuerdo, sobre todo, cuando, sentada a la camilla con un libro, veo caer la lluvia sobre los cristales de mi ventana.

Noviembre es “el mes de los difuntos” (este año, muchos se han ido sin despedida) e  invita a pensar en la Vida, la vida que nos espera tras la muerte transitoria corporal. ¿Temer la muerte? Temor sólo a perder a Dios para siempre, a despilfarrar el tiempo por vivir lejos de Él y no amarle. Oí, a un sacerdote santo: “La muerte no existe para un cristiano, es el comienzo de la Vida” (Venerable Padre Tomás Morales, s.j). Si la fe se instala en el alma, el pensamiento de la muerte suscita esperanza. Como escribió  el sacerdote y periodista J.M Alimbau, “es evidente que la fe, la esperanza y el amor dan calidad de vida”. Santa Teresa suspiraba: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero (…)”. El sacerdote y periodista José Luis Martín Descalzo definió así la muerte: “Morir sólo es morir. Morir se acaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva/ Y encontrar lo que tanto se buscaba./ Acabar de llorar y de hacer preguntas;/ ver al Amor sin enigmas ni espejos;/ descansar de vivir en la ternura/ tener la paz, la luz, la casa juntas/ y hallar, dejando los dolores lejos,/ la Noche-luz tras tanta noche oscura”. La eternidad es lo único seguro, aunque incierto el día. Cuando llegue nuestra hora,  se acabó nuestra historia, y lo que no hayamos hecho, sin hacer se queda ( los pecados de omisión no son menos graves). Para morir en paz, lo mejor es haber ejercido la misericordia de alguna manera, según se pueda, y haber cumplido nuestros deberes familiares, profesionales,  religiosos y sociales. Como digo a mis hijos, en las misiones populares insistían: “Al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”. Ojalá, al final de nuestra vida, pudiéramos decir como Cristo en la Cruz: “Todo está cumplido”.

Josefa Romo Garlito

 

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