Madres y conciencia

El borrador de Ley de Familias planea permisos de maternidad de 1 año a monoparentales y ceder la mitad a un familiar
El borrador de Ley de Familias planea permisos de maternidad de 1 año a monoparentales y ceder la mitad a un familiar

Hace unos días, mi amigo Emilio, columnista y escritor, redactó otra vez un precioso y entrañable artículo, titulado “Mi conciencia”. Hablaba de ella como esa juez rigurosa que no sabía dónde estaba, pero que andaba por ahí dentro seguro, que se lo había dicho su mamá cuando era un niño. Y se quejaba de que fuese tan entrometida, que nunca durmiese y que no le dejase pegar ojo. Estaba harto de su rígida presencia. Le exasperaba. Le hacía echar de menos aquellos tiempos pasados en que, cuando infringía algo, la cosa se zanjaba sin juicios sumarísimos por dentro y, por fuera, con un par de azotes de su mamá. Pero ahora, se lamentaba: “¿quién controlará mi conciencia?; ¿por qué mamá te has ido y me has dejado aquí tan solo, inerme junto a ella?

Me hizo sonreír, y también pensar en cómo las madres buenas no rehúyen, ni hurtan la sanción a quienes más quieren, aunque su corazón se desangre. En su horizonte el bien del hijo y para ella, en tierra firme, el pesar. Así es su saber amar. Y el que recibe el castigo lo entiende. Las madres nunca se van del todo. La conciencia lo sabe. Están ahí, tocando alma y espíritu.

¿Cómo será el Corazón del Creador para darles uno tan grande que, sin caberles, no se sale?

Rodrigo Martínez Murillo en su artículo "La ley natural. La defensa contra los atropellos de la ley", recordaba: En “Antígona”, la famosa tragedia de Sófocles, el autor pone en boca de la protagonista la existencia de una “ley no escrita” (arrapos) por encima de las leyes escritas: «Tus prohibiciones, Creonte, no son tan fuertes para poder violar la ley no escrita, fijada por los dioses, aquellas que ninguno sabe cuándo fueron establecidas porque no viven desde hoy o desde ayer, sino desde toda la eternidad» (Antígona, vv. 563 ss). Cicerón, el más grande orador romano, afirma: «Existe una ley verdadera, una razón recta, conforme a la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, tal que interpela a los hombres con sus mandatos a hacer su deber o a impedirles hacer el mal. Esta ley no es diversa en Roma o en Atenas. No es diversa ahora o mañana. Es una ley inmutable y eterna cuyo único autor, intérprete y legislador es Dios.» (De republica III, 22, 33).


Esa ley, todo tiempo y lugar, fue perfeccionada por Jesucristo, que estableció la Ley del Amor. Y nos dejó, además, la Madre común a quien poder acudir en cualquier momento de nuestra travesía por la vida.

San Juan Pablo II, explicaba que "La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha sido creado…”.

La conciencia personal tampoco tiene la última palabra, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo (1 Jn 3, 20).

El Papa Benedicto XVI al final de sus días, comentaba: “Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento sin embargo feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado”.

Ante la hora del juicio, prosigue el papa emérito, “la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.
“A este respecto, recuerdo constantemente lo que dice Juan al principio del Apocalipsis: ve al Hijo del Hombre en toda su grandeza y cae a sus pies como muerto. Pero el Señor, poniendo su mano derecha sobre él, le dice: “No temas: Soy yo…”. (cf. Ap 1,12-17)”, concluye.

 

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