Familia natural

Todos tienen, en su cabeza y corazón, la familia. Sabemos que la relación natural del padre, la madre y los hijos forman la familia nuclear. La llevamos en el corazón porque, en general, disfrutamos del regalo de nuestra pertenencia a  una familia. En la familia normal, predominan el amor, la comprensión, la ayuda mutua y los mejores deseos. En ella, se refugia la persona cuando llegan malos momentos y, en ella, se disfrutan los mejores. Claro que hablo de una familia como Dios manda, en la que hay sumisión y libertad; amor, comunicación y compañía; en la que se comparten las alegrías y las penas; en donde hemos nacido, criado y educado, y en la que se ama y cuida a los abuelos. Es tan deseable que, cuando otras formas de convivencia reúnen algunos de sus rasgos, se tiende a llamarles “familia”,  por comparación: “son como una familia”, “es como de mi familia”... Aunque no sea perfecta (ninguna lo es), se disculpan los defectos y se perdonan los errores. Es tan íntima, que lo que afecta a uno de sus miembros,  afecta a todos, como sucede con los miembros de nuestro cuerpo. Por eso, la añoran los que la perdieron. El desarraigo hace infeliz y destruye a la persona. La familia es raíz de otras: los hijos, llegados a la adultez, sueñan con formar una nueva familia; casi siempre, como la de origen, y se prolonga con los abuelos, tíos, primos...

Hay quienes, por envidia o ciega ideología, atacan esta institución tan querida y necesaria para el individuo y la sociedad. Ocurre en nuestros días, y es obra del diablo. Sor Lucía de Fátima dijo al cardenal Caffarra ( entonces, Arzobispo de Bolonia, Italia): "La batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y de la familia...; sin embargo, Nuestra Señora ya ha aplastado su cabeza”.

Josefa Romo

 

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