El necesario debate educativo

Un aula de un colegio.
Un aula de un colegio.

El informe PISA ha desencadenado todo un terremoto político en buena parte de Europa. En países como Alemania o Austria se habla del “desastre de PISA” y las fuerzas vivas se unen para acometer reformas. Por contraste, llama la atención la falta de respuesta, casi indiferencia, de nuestro Gobierno central y de muchos de los gobiernos autonómicos (en plena campaña de las elecciones gallegas, Pedro Sánchez ha anunciado un gasto de 500 millones para mejorar la enseñanza en Lengua y Matemáticas. Habrá que ver si se trata de un gesto electoralista o va en serio). Muchas autoridades se escabullen del problema mediante el cómodo expediente de negar su existencia: así da gusto gobernar. Y como la ignorancia y la ideología son atrevidas, en una especie de huida hacia adelante vienen afirmando desde hace años que nuestra educación mejora de modo continuo. Decirle a una persona enferma que se engaña cuando se siente mal y que, en realidad, goza de excelente salud es crueldad.

El relato oficial va por un lado y la realidad de las aulas por otro. Dos mundos paralelos, que no se encuentran. Las consejerías y departamentos de Educación incrementan sus plantillas y recursos, con el consiguiente aumento de labores burocráticas en los centros: reuniones, actas, informes, estudio y aplicación de normativas y directrices variadas. Cabría suponer que toda esa actividad llevaría un mejor gobierno de la actividad educativa, pero no es así.

Las sucesivas leyes de educación, comenzando por la LOGSE de 1990, han ido desmontando la llamada “educación tradicional”. Ya no se llevan el esfuerzo, la memorización, el cuidado de la ortografía, las virtudes secundarias (respeto y educación, puntualidad, aplicación, disciplina, limpieza, etcétera). Ahora priman lo lúdico y el desarrollo de competencias variadas. Otros países europeos, que emprendieron esa misma ruta hace decenios, están regresando a la pedagogía tradicional tras constatar el fracaso de las reformas. Aquí, siempre con retraso, seguimos de ida; parece que nos cuesta aprender de la experiencia, tanto ajena como propia.

Los burócratas educativos pueden experimentar con planes y enfoques, pero el daño infligido a los alumnos, víctimas de la tecnocracia ministerial, es irreparable. Tantos graduados, de la ESO o del bachillerato, abandonan las aulas con su diploma en la mano y sin conocimientos elementales. Los títulos ya no aseguran nada, más bien engañan.

El panorama real de muchos centros públicos muestra claustros desalentados o deprimidos. La enseñanza se convierte en una profesión de riesgo, donde abundan los profesores quemados. Pocos mantienen la ilusión con la que empezaron su carrera. La acción combinada de leyes y reglamentos, la presión de las familias de los alumnos y la gestión acomodaticia de los directivos logran que los docentes se sientan abandonados, incluso traicionados. La cultura del esfuerzo se ha convertido en el enemigo a batir, una especie de peste que urge sofocar y eliminar.  Los exámenes son con frecuencia un mero trámite, suspender está mal visto y puede traer problemas a los profesores (los padres que protestan saben que cuentan con el respaldo de la Administración y de los directivos). No pocos docentes se contagian de ese ambiente y dejan de exigir y de exigirse. Su principal objetivo es evitar conflictos, para lo que acaban cediendo en todo lo que haga falta. Otros optan por quitarse de en medio y obtienen la baja. Por supuesto que en todos los centros sigue habiendo profesores que se esfuerzan contra viento y marea: gracias a ellos la crisis no es total.

Varios directores de institutos de Navarra comentaban recientemente que la inmigración no favorece la mejora del aprovechamiento escolar. Forma delicada, casi un eufemismo, de aludir al problema. Hay alumnos inmigrantes brillantes, aplicados y con ilusión por formarse y progresar. Pero hay otros sin interés por aprender. Van a clase por obligación, no atienden, se portan mal y distraen a sus compañeros y profesores, no estudian, no saben nada, no aprenden nada, acaparan la energía del docente y pasan de curso sin especiales problemas. Unos pocos alumnos así tienen la capacidad de malear el ambiente de cualquier clase y, por extensión, de todo el centro. Siempre ha habido alumnos autóctonos revoltosos, pero la situación ha empeorado en los últimos años. El claustro se ve obligado a dedicar tiempo a mantener o restablecer el orden, lo que supera a más de uno. Tenemos alumnos en cursos avanzados de la ESO que prácticamente no saben leer: suena increíble, pero es la pura verdad. Declaran sin escrúpulo que en el futuro vivirán de las ayudas públicas, como están haciendo hoy sus padres. De esta realidad no se habla abiertamente, sería políticamente incorrecto. 

¿Cuándo se atreverán los responsables a encarar los problemas reales? ¿Cuándo a facilitar soluciones eficaces?

 
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