Un gran salto para la humanidad… en la lucha contra el cáncer

El descubrimiento del primer oncogén en células cancerosas humanas por el grupo del bioquímico español entonces afincado en Estados Unidos Mariano Barbacid, y de manera independiente por otros grupos americanos de los laboratorios de Robert Weinberg, Michael Wigler y Geoffrey Cooper, marcó un hito en la investigación del cáncer. Estos trabajos, donde se demostraba que la alteración de genes de la familia RAS lleva a la transformación de las células normales en tumorales, permitieron establecer el papel de los oncogenes en la formación del cáncer. Los oncogenes, también llamados conductores oncogénicos, orquestan una serie de señales en las células normales que las llevan a proliferar de manera anómala, lo que lleva al crecimiento descontrolado de los tejidos y, posteriormente, a la formación de la masa tumoral que en un proceso de malignización deriva en lo que conocemos como el cáncer. Tomando como referencia una de las primeras películas de Steven Spielberg, ‘‘El diablo sobre ruedas’’, los oncogenes o conductores oncogénicos se asemejarían a ese desquiciado conductor de un camión cisterna que persigue al protagonista durante toda la película con la intención de acabar con su vida, como ocurre con el crecimiento descontrolado del cáncer en aquellos pacientes que lo sufren. Entender quién es el conductor responsable de cada tipo de cáncer ha sido, por tanto, empresa clave entre la comunidad científica dedicada al estudio del cáncer.

EL PROYECTO GENOMA HUMANO Y LA MEDICINA PERSONALIZADA

Hasta el comienzo del siglo XXI el posterior hallazgo de nuevos oncogenes derivó de un trabajo minucioso, casi artesanal, fruto de la perseverancia y la dedicación fundamentalmente a título individual de distintos laboratorios. Esta estrategia de descubrimiento de genes oncogénicos cambió radicalmente en 2003, gracias al Proyecto Genoma Humano, que consiguió cartografiar prácticamente en su totalidad la secuencia del ADN o material genético humano. Tomando las palabras del comandante Neil Amstrong tras posar su pie en la luna en 1969, el Proyecto Genoma Humano se podría definir sin ninguna duda como ‘‘un gran salto para la humanidad’’, con un impacto en el campo de la biomedicina incomparable hasta la fecha. 

La primera consecuencia de este proyecto fue que la secuenciación del genoma, o la lectura precisa de nuestro material genético, permitió caracterizar en un intervalo muy breve de tiempo las alteraciones genéticas encontradas en el tejido tumoral, así como en el de otras enfermedades no neoplásicas, respecto al tejido sano. Esto permitió la identificación de una cantidad ingente de alteraciones en el genoma asociadas a genes con potencial actividad oncogénica. Aunque a día de hoy se continúa determinando el potencial oncogénico de muchas de estos cambios en la secuencia normal del genoma humano, fruto de este avance tecnológico se han catalogado numerosos oncogenes implicados en el desarrollo del cáncer.  

La segunda gran consecuencia de la secuenciación del genoma humano fue conocer tanto el nombre del tipo de cáncer como sus apellidos genómicos, lo que ha permitido hacer realidad el concepto de Medicina Personalizada o Medicina de Precisión, basada en que la selección de la terapia más adecuada para un paciente en función del perfil genómico de su cáncer. Una de las grandes ventajas de la Medicina Personalizada es que, en caso de estar disponibles, los tratamientos se administran exclusivamente en pacientes con alternaciones genómicas concretas y, por tanto, evitan el uso indiscriminado y excesivamente tóxico que conlleva la quimioterapia. 

A este nuevo enfoque de la medicina ha contribuido enormemente el esfuerzo dedicado de grupos de investigación académica e industrial, que en las dos últimas décadas han desarrollado medicamentos o terapias dirigidas especialmente a muchos de los oncogenes alterados en distintos tipos de cáncer. Como narraban los periódicos de la época a finales de los años 60, la llegada a la luna no solo implicó el éxito de una misión marcada a fuego por la administración estadounidense, sino dar forma al sueño de millones de personas de toda la Tierra. En la misma línea, nuestro deber como investigadores del cáncer, seamos básicos o clínicos, es dar respuesta a las necesidades de los pacientes oncológicos y contribuir a mejorar sus condiciones de vida. Para facilitar esta tarea, son necesarias distintas acciones encaminadas a que el nivel de inversión pública se alinee con el de otros países europeos, y a dar facilidades fiscales para que las empresas privadas y los donantes anónimos contribuyan a paliar las limitaciones actuales de los organismos de financiación. Además, es necesario promover un trabajo coordinado entre las administraciones públicas, las empresas privadas y las asociaciones de afectados que acelere tanto el desarrollo de tratamientos más efectivos e innovadores como su llegada a la cama de los pacientes. Con estas premisas y con el compromiso ineludible de los investigadores, estaremos más cerca de derrotar al cáncer.

 
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