Se busca chivo expiatorio

He escuchado estos días a varios analistas hablar del suceso de Londres en el que un soldado ha muerto degollado a manos de dos extremistas islámicos en términos muy curiosos. En bastantes casos predomina ese desasosiego tan propio de este tipo de sucesos repentinos y brutales.

No estamos acostumbrados a que las cosas se nos tuerzan. Y cuando nos sobreviene un acontecimiento que muestra tan a las claras lo vulnerables que somos, lo frágil de nuestra existencia, lo precaria que es nuestra vida (supuestamente ordenada, controlada y diseñada para evitar sobresaltos), se nos abren las carnes, se nos cae el mundo encima.

En la sociedad actual, la felicidad de muchas personas está hoy directamente relacionada con el control de sus rutinas. Por eso, al Estado se le asigna un papel fundamentalmente protector. Su prioridad es la defensa del plácido acontecer de cada individuo.

Es así, pasito a pasito, cómo la existencia de las personas se convierte en una maratón inesperada de corredores que persiguen, exhaustos, esa imagen de la dicha: la vida sin problemas, una elaboración cultural y psíquica bastante sentimental y tremendamente frustrante.

¿Por qué frustrante? Porque irremediablemente los planes se tuercen, los cuerpos enferman, los seres humanos se equivocan, los fanáticos existen y las manzanas se pudren. Sin embargo, empeñados como estamos en sortear nuestra suerte, no estamos preparados para afrontar todo eso.

Por eso, cuando algo tan dramático e impactante como el asesinato de Londres (imitado este domingo en París) nos sobreviene –y es aquí donde quiero llegar- solemos adoptar una actitud de víctima, de sujeto agraviado.

Terminamos considerando esos sucesos imprevistos como una tremenda injusticia. Pero no por su propia naturaleza (un asesinato es uno de los máximos exponentes de injusticia) sino por lo que supone de ruptura de nuestra plácida existencia. Nos revelamos contra ello y exigimos que alguien dé satisfacción por nuestro padecimiento. Exigimos reparación.

Si los dos islamistas del machete, británicos de origen nigeriano, estaban en el radar de los servicios secretos pero no fueron sometidos a vigilancia porque no eran considerados peligrosos, alguien debe pagar.

Se suceden los reproches: alguien no ha hecho sus deberes, los Estados debían haber previsto esta circunstancia, las instituciones no han velado por… ¡Que alguien me garantice una existencia sin el más mínimo problema!

 

El último estadio de esta cascada es la generalización de una mentalidad procesal que aspira a llevar ante el juez a cualquiera que parezca responsable de que mi tranquila existencia se haya visto perturbada. Desconfianza. Reivindicación. Demandas.

-- “Se busca chivo expiatorio sobre el que descargar miedos, resentimiento y amargura. Se exigen referencias”.

Que quede bien claro. Si hay negligencia en los servicios secretos, deben depurarse las responsabilidades que correspondan. Si la policía debe cambiar protocolos porque el islamismo radical golpea ahora a través de ‘lobos solitarios’, adelante.

Pero cuidado. A ver si al final vamos a terminar protagonizando una escena parecida a la de aquel padre que, para resolver el llanto desconsolado del niño que se acaba de dar un golpe con una silla mal colocada, azota públicamente al asiento mientras repite convencido en voz alta aquello de: “silla mala, toma, toma y toma, por hacer pupa al nene”.

Con los niños funciona: acaban esbozando una sonrisa, consolados, sorbiéndose las lágrimas…

Más en twitter: @javierfumero

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