Virtud: la gran ausente

Suman y suman las quejas y críticas por los males de la corrupción. Pero en ese discurso falta la palabra clave.

            Es difícil negar que la corrupción es resultado de un desarreglo moral reiterado: lo que siempre se ha llamado vicio. Que además puede estar tipificado como delito.

            Cuando se trata de criticar eso se habla  de que es ilegal y además no es ético. Ético suena más neutro que inmoral. Pero hay que ir al grano: es una desviación crónica de la norma moral básica de la honradez,  es un vicio. Y lo más eficaz contra el vicio es la virtud.

            ¿Pero quién se atreve hoy a hacer el discurso de la virtud? Enseguida pueden tachar lo que dices de moralina, de algo religioso, confesional, como si el primer gran tratado sobre la vitud fuera de un cura y no de un pagano llamado Aristóteles, preceptor no de un Rajoy,  un Pedro Sánchez o  un Pablo Iglesias cualquiera sino del gran Alejandro.

            Veamos de cerca a un corrupto: no hay en él justicia, porque se lleva lo de todos. No hay prudencia, porque se pasa. No hay templanza, porque no se contenta con un pellizco de euros sino que aspira a mucho más, como al parecer en la familia Pujol, en Urdangarín, en los de la Gurtel, en los EREs  fraudulentos, en los de las tarjetas black, en los de la Púnica...  

            No es que haya que estar siempre con la virtud en la boca, porque, además de resultar pesado, cabe siempre el peligro de la hipocresía. Pero habría que saber dónde está la raíz de lo que se deplora con tanto ahínco: no en el sistema sino en las personas.  Cualquier sistema es gestionado por personas. No hay acciones colectivas. Las acciones, buenas o malas, son siempre acciones individuales. El resto es retórica.

 
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