¿Libertad para qué, igualdad en qué, fraternidad con quiénes?

El otro día estaba paseando con mi hija por la playa en Cantabria. Un día estupendo para compartir con la familia. Con toda su inocencia, mi pequeña Ainhoa me preguntó mirando la arena cuál era mi huella. Esa pregunta infantil alimentó mi reflexión sobre qué huella quiero dejar en el mundo, y no me refiero exclusivamente a la huella ambiental, sino también a la personal. Cada acción que realizamos tiene un impacto negativo o positivo sobre otros, y me acordé de la proclama de Robespierre: "Libertad, Igualdad, Fraternidad". ¿Qué ocurrió con estas tres palabras que echó a volar el lema de los revolucionarios franceses del siglo XVIII? ¿Qué quisieron decir con ellas y qué lectura podemos hacer en estos días tan convulsos y complejos? ¿Tenemos hoy una sociedad de personas libres, iguales y solidarias?

Qué importantes estas tres palabras. Qué profundidad tienen y representan. Palabras queridas, alguna más que otra. A quién no le importa la libertad. A quién no le importa la igualdad, al menos como una lucha contra las desigualdades. A quién no le importa la fraternidad, entendida como solidaridad. Cuando perdemos palabras, decía un profesor que tuve en el colegio, perdemos las cosas que las palabras designan y representan. Es decir, pienso, que cuando se empobrece el lenguaje también se empobrece la realidad. Cuando la palabra y el lenguaje se degradan, avanza la anarquía. Se hace un nudo que exige por nuestra parte un ejercicio para soltar las hebras que lo enredan todo. El papel de los líderes, políticos y empresarios es cortar nudos, no enmarañar más, teniendo en cuenta que son ellos los que toman decisiones importantes, cosa que el resto de los mortales, afortunadamente, no hacemos. 

¿Dónde encontrar luz cuando reina la confusión, dónde encontrar encuentros cuando la discordia oscurece nuestra convivencia? ¡En la palabra, queridos amigos! ¡En la palabra escrita y verbal! Corren tiempos agitados, violentos y desordenados. No es fácil imaginar un orden futuro que pueda salir de un desorden interior, intelectual, político y también verbal. ¿O es que acaso de este desorden está a punto de nacer un nuevo orden que todavía no vislumbramos, pero que para llegar a él habrá que sufrir dolores de parto? ¿Qué orden necesita nuestro país?

Estamos sumergidos en la complacencia de lo obvio, en estos tiempos tan encolerizados y exasperados por las próximas elecciones. Y esta inmersión odiosa se corona en algunos discursos políticos que, con la seriedad que les caracteriza, al menos ante las cámaras, nos sorprenden diciendo: ¡hay que mirar al futuro! Y esta obviedad nos la tragamos como si estuvieran inventando el hilo negro. Y ese futuro del cual no hablan, ¿de quién depende? ¿De los que estamos al otro lado de la pantalla o de estos excelentísimos señores? Pienso que nuestro desorden intelectual y político tiene mucho que ver con el deterioro del lenguaje entre nosotros, del descuido de la palabra que hace que hoy destaque el comadreo sobre el genuino y prudente buen decir.

Los países, los procesos democráticos, la democracia en sí, los proyectos empresariales, se tejen a través del tiempo; no borrando o deshaciendo lo ya tejido, sino recomenzando desde el punto al que nuestros antecesores llegaron. Eso se llama cortesía y gratitud con el pasado, tan olvidados hoy.

Libertad, bendita, ansiada, atesorada, invocada palabra. ¡A quién no le gusta esta palabra! Encandila, enamora, estamos dispuestos a defenderla con uñas y dientes, tanto la propia como la de los demás. Pienso que la verdadera libertad la alcanzamos cuando somos capaces de responder, en lugar de reaccionar. Nuestras emociones sólo han de orientarnos. Cuando trabajamos para actuar con base no en nuestras emociones sino a nuestras elecciones, es cuando actuamos en Libertad. 

Igualdad, palabra denostada y temida por algunos y alabada por otros. La palabra igualdad intimida, asusta, porque creemos muchas veces que esta expresión se opone a la palabra diversidad. Y claro, todos somos amigos de la diversidad, todos somos distintos, de hecho. Claro, pienso que igualdad no se opone a diversidad, sino que se opone a desigualdad. Este es el antónimo correcto. Hoy escuchamos encendidos discursos de empresarios y políticos que ensalzan las luchas contra las desigualdades, ¿pero por qué se expresa este deseo en forma negativa? ¿Suena mejor que decir luchar por la igualdad? Quizá porque tenemos interiorizado que la persona que tiene un discurso igualitario está conspirando contra la diversidad. Pero socialmente somos iguales en un montón de aspectos. Somos iguales en dignidad, iguales en titularidad de derechos fundamentales, iguales ante la ley, iguales en los derechos políticos. La igualdad tiene expresiones muy positivas y creo que no se trata de que todos seamos iguales en todo, sino que todos seamos iguales en algo que garantice esas condiciones mínimas para la digna convivencia y vida autónoma de todas las personas. 

Fraternidad, palabra fácilmente confundible con otras expresiones como solidaridad, empatía, generosidad, simpatía o caridad, pero no es exactamente lo mismo. Libertad e igualdad están profundamente vinculadas a la fraternidad. La fraternidad es el puente que se precisa tender entre libertad e igualdad, de manera que, reconociéndose distintas, cedan, cada cual, de sí, en la justa proporción que permita la realización simultánea de la otra. Un ejercicio de generosidad, de magnanimidad y de grandeza.

Pues bien, esta es la tarea que tenemos por delante. Una tarea para la cual necesitamos un mapa, una carta de navegación y ciertas mínimas instrucciones para recorrer el camino. Una proyección que nos muestre de dónde partimos, cuál es el rumbo que es preciso adoptar, y qué riesgos podemos encontrar en esta aventura. Porque a una sociedad justa y decente no llegaremos saltando en paracaídas.

 
 

Roberto Cabezas Ríos

Director de Desarrollo de la Facultad de Farmacia y Nutrición de la Universidad de Navarra

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