Nuevas formas de laicidad en la República francesa

Emmanuel Macron.
Macron

La cuestión dista de ser pacífica en el país vecino. La Constitución define a Francia como una república laica, pero no antirreligiosa, aunque no parece así cuando la izquierda radical o el Gran Oriente de Francia protestan desmesuradamente ante la definición macroniana de una laicidad abierta, que sólo excluye radicalmente la existencia de una “religión de Estado” (cfr. Macron: Una laicidad abierta, superadora del laicismo, en Aceprensa 13.ABR.2018).

La valoración del discurso es variada. Algunos evocan los orígenes familiares del presidente y su condición de alumno de una escuela católica, antes de trasladarse a París. Otros consideran sobre todo la posible intencionalidad política de ampliar apoyos, en un momento en que crece la oposición, después de la impresionante victoria en las presidenciales y la obtención de mayoría en la Asamblea Nacional. Pero abundan quejas y manifestaciones, incluidas las estudiantiles, siempre significativas cuando se aproxima el 50º aniversario de mayo del 68.

Pero Macron es consciente de que la jerarquía católica asumió, al menos desde la posguerra, la ley de separación de 1905. Más aún, después de la enseñanza del Concilio Vaticano en Gaudium et Spes, los obispos respetan la legítima autonomía de lo temporal, por mucho que no falten –más paradójicas en el país vecino- residuos de un tradicionalismo trasnochado. Hace un año, ante la segunda vuelta de las presidenciales, la Jerarquía católica dio una lección de laicidad a la Francia laica. Salió airosa ante las hipocresías laicistas que trataron de implicarla en la batalla electoral, al menos con una desautorización expresa de Marine Le Pen, como si el Frente Nacional fuera un peligro público para la convivencia democrática: pedían, también los agnósticos, una especie de antieexorcismo político, para volver a demonizar a la extrema derecha.

Las tensiones actuales parecen olvidar la realidad histórica de la madurez de los creyentes: tienen suficiente libertad de criterio en su comportamiento personal y en sus decisiones políticas. No necesitan consignas de sus pastores. Agradecen al Estado que su laicidad respete el compromiso con la neutralidad que recuerda ahora Emmanuel Macron. El catolicismo está vivo, como muestran los más de cuatro mil adultos que recibieron en Pascua el sacramento del bautismo, la proliferación de iniciativas de promoción social dentro y fuera de las fronteras, o la realidad de testimonios heroicos de creyentes, como el gendarme Arnaud Beltrame, asesinado en marzo tras intercambiarse por una mujer, rehén en el último gran atentado terrorista, en el sur del país. No es una minoría, menos aún comunitarista, a pesar de los temores de los partidarios de identidades colectivas.

La religión católica es determinante en la vida personal y social, pero no en la política. Los sondeos de opinión reflejan, ya en este siglo, que, en su conjunto, el voto de los católicos es semejante al de los demás franceses. Sólo tras las grandes prioridades de carácter general -el empleo, la seguridad, el poder adquisitivo, la política social y la reducción de la deuda-, aparecen especificaciones respecto de la escuela, la familia o la bioética, fruto de una sensibilidad social que el propio Macron reconoce y estima como parte esencial del debate público, lejos del rancio laicismo dispuesto a confinar las creencias personales en hogares y sacristías.

Sólo la contradictoria nostalgia de quienes no renuncian a un progresismo cada vez menos sostenible, puede continuar pensando y hablando de un “voto católico”. Una laicidad moderna –también la proclamada en la Constitución francesa- se está construyendo también desde la religión: en el fondo, porque la autenticidad laica no va contra la religión, sino a favor de la libertad de las conciencias. Está más cerca de lo que podría parecer a primera vista de la no confesionalidad del artículo 16 de la Constitución española.

 
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