Acerca de los empoderamientos en la Iglesia universal

Iglesia.
Iglesia.

No suelo escribir en esta tribuna sobre temas religiosos, y este tampoco lo es en el fondo, porque muchos males del mundo contemporáneo derivan a mi juicio de malentendidos sobre el concepto y la praxis del poder. Desde luego, no tiene mucho sentido hablar de “poder” en la Iglesia, a poco que se hayan leído los relatos evangélicos y los hechos de los apóstoles. Jesucristo curó a todos, pero señaló –incluso, con arrebato- los errores de algunos, también de sus discípulos, como los “hijos del trueno”.

Decidí asumir el riesgo de entrar en esta cuestión, que dista de ser pacífica dentro y fuera de la Iglesia. A pesar de la claridad de los textos del Concilio Vaticano II, especialmente Lumen Gentium, sigue costando entender que la misión radical del clero es vivificar sacramentalmente a los fieles, para que cada uno cumpla la misión a la que ha sido llamado. Los laicos –varones o mujeres, sin distinción- tienen una vocación específica, recibida en el bautismo, que los constituye como hijos de Dios y de la Iglesia, con la participación en los tria munera de Cristo, allí donde estén, sin cambiar de sitio en el mundo, justamente porque Dios les llama a vivificar las realidades temporales. 

Laicidad en la Iglesia es ciudadanía del singular pueblo de Dios, que se manifiesta a través de la participación litúrgica propia del sacerdocio común, de la función profética que da razón de su esperanza en la misión evangelizadora, y del esfuerzo por plasmar en obras la participación análoga en el oficio de quien es rey del universo, sin indiferencia –con plena libertad personal, lejos de confesionalismos- ante los problemas humanos y sociales de cada época. 

Ciertamente, la función real –distinta de la sacerdotal y profética- puede ejercerse también dentro de las estructuras eclesiásticas en tareas que no requieran sacramentalidad (varones y mujeres en igualdad). Pero en una sociedad avanzada, casi nunca será prestada a tiempo completo, pues no suele exigir la dedicación propia de los trabajos profesionales civiles. Cuando sea necesario, por ejemplo, en la curia vaticana, vendrá muy bien la temporalidad de los cargos, que permiten una excedencia laboral, con o sin reserva de plaza. Desde luego, trabajar durante cinco años en un dicasterio no añade nada a la índole de la vocación laical en la Iglesia, que se desarrolla de ordinario plenamente en las estructuras del orden temporal. 

Un ejemplo puede cargarse la mejor teoría. Pero debo reconocer que mi formación cristiana básica no se debe a una parroquia ni a un colegio, sino a mi madre –maestra nacional con oposiciones de diez mil, como se decía en su tiempo-, y a la abuela Piedad, que hacía honor a su nombre. Doña Luisa –así la recuerdan- tenía temple liberal y no perteneció a ninguna asociación católica. No tuvo hijas, pero mis cuñadas la quisieron como madre, no como suegra. Y enseñaba a sus alumnas a leer y escribir..., y a conocer los rudimentos de la fe. Vivía su vocación laical de difundir libremente la impronta cristiana en la familia, en el trabajo, en la sociedad. 

Por ahí discurre esencialmente la llamada de Dios a los laicos, no en su participación en las estructuras de gobierno eclesiástico, aunque no la excluya lógicamente, sobre todo, cuando resulta necesaria o aconsejable una aportación derivada de una especialización profesional. De ordinario, bastará una dedicación compatible con el desarrollo del propio munus civil a tiempo completo.

En cualquier caso, desde una perspectiva evangélica, las tareas organizativas o de gobierno –con mayor motivo en lo eclesiástico- no se entienden desde la potestas, sino desde la auctoritas, ganada con humilde ejemplaridad y auténtico servicio, como corresponde a la dignidad de la persona y especialmente a la de los hijos adoptados por Dios al incorporarse a la Iglesia por el bautismo. No veo sentido en hablar de “empoderamiento” de los laicos, sean varones o mujeres. Refleja gran sabiduría el papa Francisco al subrayar que un sínodo no es una asamblea parlamentaria.

Pero es lógico que los participantes expongan con libertad sus puntos de vista y, cuando haya dudas, se vote para conocer el sentido de la mayoría, porque se está buscando cómo transmitir mejor la tradición en circunstancias temporales. Lo de menos es tener o no derecho a voto, porque no se trata de una lucha por la supremacía. Cuando sea necesario votar, parece lógico que se recuente el parecer de todos, incluso de personas no católicas invitadas a la asamblea no por cosmética, sino justamente porque se consideró que su aportación sería valiosa.

En síntesis, se trata de discernir soluciones prácticas a problemas reales: al infundir la verdad, el Espíritu Santo no hace acepción de personas, como muestra la historia de la Iglesia. La esencia está recogida quizá en la oración colecta de la misa pro concilio vel synodo, en que se ruega a Dios que infunda en sus hijos “el espíritu de inteligencia, de verdad y de paz, para que conozcan de todo corazón lo que te agrada, y, una vez conocido, lo pongan por obra con toda energía”.  

 
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