Bruselas quiere proteger a los trabajadores de las plataformas digitales

Un 'rider' de la compañía Uber Eats, circula con su bicicleta por una calle de Madrid.
Un 'rider' de la compañía Uber Eats, circula con su bicicleta por una calle de Madrid.

El problema es amplio, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de una economía colaborativa, centrada en torno a la prestación de servicios, frente a los clásicos criterios de competitividad, crecimiento económico, ánimo de lucro. Seguramente, el modelo no sería posible sin el fabuloso desarrollo de las tecnologías de la comunicación. De ahí que el peso se vaya trasladando hacia las empresas digitales.

Muchos emplean la palabra revolución para describir este conjunto de fenómenos. Quizá omiten la relativa constante histórica –al menos desde el Terror en la Francia de finales del XVIII-, que muestra cómo las revoluciones acaban devorando a sus hijos. No hace falta acudir a Dickens para recordar las condiciones laborales que hicieron posible la revolución industrial hace dos siglos. De la actual transformación digital, se escribe cada vez más sobre el daño de la continua exposición a las pantallas, especialmente en los niños; y no faltan quienes luchan contra los riesgos sociales de la que llaman “uberización”, haciendo común un nombre propio.

Las plataformas digitales prestan unos servicios extraordinarios a los clientes: rápidos, precisos, baratos. El usuario los aprovecha con fruición, pero no siempre se da cuenta de que las novísimas tecnologías, sin querer, están provocando un retroceso en los derechos sociales de quienes realizan ese trabajo, con frecuencia en condiciones jurídicamente precarias.

Veo a muchos ciclistas que surcan las calles de Madrid los sábados por la tarde, cuando regreso de mis excursiones montañeras. No tienen más remedio que aceptar condiciones de trabajo quizá leoninas; en todo caso, menos favorables que las de los trabajadores por cuenta ajena. Aceptan la situación porque algo es menos que nada. Como los operarios de tantas fábricas del Tercer Mundo que producen a costos mínimos tan beneficiosos para el consumidor de los países desarrollados. Es la ventaja actual de China, que no puede durar mucho, si pretende ser una gran potencia: de momento es un gigante con los pies de barro que, de hecho, ha comenzado a sufrir el fenómeno de las “deslocalización”, por decisiones tomadas en Corea del sur.

En este marco se sitúan los actuales debates jurídicos sobre la prestación laboral, y las consiguientes cargas sociales para el trabajador y, sobre todo, para las empresas digitales. En algún artículo precedente me he referido a soluciones, de momento no definitivas, articuladas mediante algunas consultas populares –como el referéndum de California en 2020-, sentencias judiciales en diversos países, legislaciones parciales o convenios colectivos.

El problema está siendo abordado ahora por Bruselas con carácter general. Hay actualmente unos 28 millones de trabajadores en este sector –de ellos 5,5 considerados autónomos sin fundamento real-, y se estima que podrían llegar a 43 en 2025. El objetivo es que todos tengan la misma protección social. 

Veremos la evolución, en un momento en que se cuestiona el expansionismo de la competencia comunitaria sobre asuntos que corresponden a la soberanía de los Estados miembros. No me refiero aquí a conocidos conflictos sobre independencia judicial, sino a la reticencia de los países del norte de Europa, celosos de la paz social que han logrado a lo largo de los años a través de una para mí ejemplar capacidad de concertación colectiva. Se opusieron en su día al proyecto de establecer un salario mínimo común en la UE, y probablemente no verán con buenos ojos la anunciada regulación jurídica del trabajo en las plataformas. Salvo error por mi parte, no ha llegado aún al parlamento europeo, hasta ahora más preocupado por las “grandes” plataformas que distorsionan las reglas de concurrencia con riesgo de monopolios, afectan a la protección de datos, etc.

Pero la comisión de Bruselas ha elaborado una relación de criterios, para evitar que se considere autónomos a trabajadores por cuenta ajena, y se les prive de los correspondientes derechos sociales: determinación del nivel de remuneración o de límites máximos; control de la ejecución del trabajo por medios electrónicos; limitación de la libertad de elegir horarios y descansos, aceptar o rechazar encargos o utilizar subcontratistas o sustitutos; normas sobre apariencia externa y modos de atender al usuario; o prohibición de crear bases de clientes o realizar trabajos para terceros.

La cuestión de fondo –nada fácil, desde luego- es cómo incorporar la innovación digital, que abre tantas perspectivas de futuro, sin renunciar a derechos sociales que consolidaron en el siglo XX una parte importante del estado del bienestar de los países occidentales.

 
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